viernes, septiembre 22, 2006

Un silencio revelador Rafael Segovia

El silencio va siempre acompañado por el rencor. De ahí una serie de chismes sobre Calderón y los suyos. Puede considerarse una degradación de la política, pero de ésta los políticos son los culpables, o mejor dicho el político, en singular, es el culpable. Se considera y con razón que el político es un hombre público, es el encargado de llevar al público, al pueblo al lugar necesario para él, para el partido o para el gobierno; en cualquier caso debe ser el hombre de la palabra. No podemos imaginarnos la revolución soviética sin Lenin y sin Trotsky, la inglesa sin Cromwell, ni la francesa sin Mirabeau, como dijo Ortega y Gasset, o sin Robespierre. En México se ha perdido al orador: se piensa en él como en un hombre ridículo, exagerado y teatral. Puede haber de eso. Eduardo Herriot cuenta en sus memorias cómo escucharon en París, durante la guerra civil española, un discurso de La Pasionaria, dicho en español, lengua que ninguno de los presentes hablaba, ni siquiera entendía. Al terminar, nos dice Herriot, todos estaban llorando de emoción. No serán los panistas de este momento, con Felipe Calderón al frente, quienes logren sacarnos una lágrima. Puede ser que Calderón no tenga ninguna confianza en sus dotes oratorias, ni en las de sus colaboradores, pero hay algo más grave tras su silencio.

No hablan porque hablan mal, de manera torpe, llana, sin ingenio ni gracia, eso en primer lugar, porque en segundo no tienen qué decir. Dejan todo a lo imaginación del auditorio. No pronuncian discursos, recitan adivinanzas. Por ejemplo, la siempre repetida y siempre rechazada política de la mano tendida, de la unidad nacional, de la política del bien común, etcétera. Nadie se lo cree pero siguen insistiendo.

Ese gesto verbal de aparente buena voluntad esconde una serie de intenciones que no se quieren manifestar abiertamente. La primera es una condición que no les van a otorgar fácilmente: admitir en público el triunfo electoral del candidato del PAN. Es lo único que éste desea; lo demás, programa, doctrina, partidos, nombramientos, le tiene sin cuidado al candidato. Le resulta periférico, insustancial, sin trascendencia alguna. Si el rival no le concede beligerancia, la afirma sin tener en qué apoyarse.

Si a Calderón se le avisó de su falta de legitimidad, no se atrevió a buscarla ante un público que supuso hostil y peligroso, al que debería dominar de tener confianza en su palabra, en su presencia, en su valor. No se trata de machismo, sino de seguridad, de no presentarse siempre rodeado por el Estado Mayor Presidencial, de entrar por la puerta trasera. El atentado siempre está presente, como el loco o el convencido, incluso la conjuración. Es un riesgo que todo político enfrenta. Don Jesús Reyes Heroles, quien circulaba por las calles sin nadie que lo cuidara -como mi amigo Manuel Bartlett, siendo secretario de Gobernación-, no basaba su popularidad en eso, pero eso estaba presente en la imagen que ofrecían. Que a López Obrador le cuiden es posible; pero no se ve a los guaruras ni su actuación pública es la de un hombre temeroso.

Así pues, ni discurso ni pueblo, ni explicaciones de ningún tipo, sino sostenerse escondiéndose del público. La televisión no ha querido mostrar ni por un segundo el Zócalo y las calles adyacentes rebosando de gente. Decir que llenan esa plaza con ayuda de la nómina no se le ocurre más que a quienes han recurrido a ella para llenar la sala el día del cumpleaños del jefe. Decir que la Presidencia no la pueden decidir un grupo de amigos es una estupidez de panista lamentable. No se vio en televisión pero se vio en la prensa. Eso no lo puede evitar no sabemos quién. La prensa es la única garantía informativa que hay en México.

Calderón y sus hombres conocen de sobra los problemas informativos de México, y saben cómo revierten en su contra, hasta llevarle a proclamar: soy el Presidente legítimo. Si leyera de vez en cuando sabría que no se es legítimo porque él lo diga, que lo será cuando lo digan los demás, cuando le crean los otros, cuando la gente se lo crea. Ven las movilizaciones increíbles del Zócalo, que sus amigos buscan desconsiderarlas, se hallan frente a una espontaneidad que los pone enfermos de rabia y de impotencia. Deben refugiarse en un desdén patológico contra el pueblo, contra esas personas semianalfabetas, mal vestidas, de dicción torpe y de conocimientos escasos que forman precisamente eso, el pueblo. Pero es un pueblo limpio de mente y de cuerpo, que para ir limpio debe hacer esfuerzos inauditos, como los hace para instruir a sus hijos. La expresión política popular es pobre y con frecuencia confusa, lo que no le quita una verdad profunda, que se pretende ignorar primero y anular acto seguido.


Basta con seguir las informaciones de prensa con cierta atención para advertir el tipo de modelo de sistema político deseado por el PAN, que varía muy poco del existente durante décadas y que mantuvo una paz social fundada en la injusticia también social. El juego político quedó encerrado en la clase política, donde surgían y se resolvían los problemas al mismo tiempo. Las clases llamadas populares estaban excluidas del juego político. Su subida acelerada a un primer plano tomó desprevenido al PRI pero también al PAN. La reacción apresurada y nula de estos dos partidos se advierte en los silencios de Felipe Calderón: no tiene qué decir. Romper su soledad lo ha intentado al buscar una alianza con el PRI, con los hombres y mujeres no siempre presentables y que con su vulgaridad y falta de honestidad ensucian las blancas manos de los panistas. Tener el valor de ensuciarse ya sería mucho.

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