Todo tan respetable como mortaja
A principios de siglo, en tiempos del Dios omnipotente y del señor don Porfirio presidente, el comportamiento de las clases altas giran en torno del respeto, es decir, al cultivo de la apariencia. Convencidos de la paz y la estabilidad aportadas por la dictadura, y muy al tanto de su propia importancia, los porfirianos eminentes cultivan las formas. El burgués capitalino se acepta nacido o instalado en la periferia de la civilización y necesita huir de esta realidad menospreciada a través del exceso y la imitación de las metrópolis. La oligarquía quiere igualarse con París, o con lo que imagina que es París, y se entrega a bailes y tertulias "cosmopolitas", al amueblado suntuoso de sus residencias, a paseos y clubes "a la francesa", al dilatado tiempo ante el espejo como meditación trascendental. La estrategia los convence: gracias a la apariencia creen quemar etapas, hombres de mundo instantáneos. El Jockey Club es su conspiración de los iguales, y el cuidado de los modales es el certificado de su prestigio. Los porfirianos eminentes son, sicológicamente hablando, su atuendo del día, para los hombres la chistera, los bigotes rizados, los guantes, las mancuernillas con diamantes; para ellas, el maquillaje al dernier cri, el vestido preparado según instrucciones de la cliente y recortes de revistas francesas. Son también la ansiedad de no demostrar prisa nunca. (El que tiene prisa no es digno de su apariencia) Son la gana de doblegar a la República integrando una aristocracia, la minoría selectísima que ejercita los dones de elegancia y finura mancillados por el igualitarismo. La repetición de un puñado de apellidos en la prensa, las soirées y las conversaciones, reemplaza a las fantasías del árbol genealógico. "Somos los descendientes de nuestro dinero y nuestra exclusividad".
Los porfirianos eminentes incluyen en su guardarropa espiritual a las prácticas religiosas. Son, y cálidamente, creyentes, ¿quién no lo es entonces?, pero su devoción pública se desprende de exigencias de clase. "Te ofrezco, Señor, mi señorío y mi prestigio". La fe sin el espectáculo se vuelve rezo entre dientes, y para no caer en la tentación del susurro los porfirianos eminentes cruzan con solemnidad el atrio a la salida de misa, y saludan a sus correligionarios con la parsimonia debida, porque los grandes ceremoniales estructuran a la buena sociedad. Si los prostíbulos son los clubes privados de los varones (el término es indispensable), las residencias son "templos", sitios de veneración, donde las parejas piadosas se proponen infundirle a la alcoba los rasgos del espacio sacramental. Así por ejemplo, de la desnudez del cónyuge se sabe lo esencial, lo que el tacto proporciona en recámaras donde no se filtra la luz (las manos son las retratistas del alma), y los hijos se reproducen para abrumar el árbol genealógico y afianzar la condición tribal de la familia.
Sociedad excluyente: no hay sitio para los agnósticos, las estériles, las adúlteras, los solteros sospechosos, los que no se respetan a sí mismos al no disponer de vestimentas adecuadas y lociones parisinas y anillos de brillantes, o al carecer de aretes, collares, vestidos recién llegado de la Ciudad Luz. Las damas y los caballeros requieren de rostros trabajados como retrato intemporal, y las familias ven en el manual de Carreño a la guía indispensable. Codifica el comportamiento y norma la vida social. Y la élite derrocha porque dilapidar es el único aviso de existencia de los alejados de las metrópolis.
"Con los pobres de la tierra no quisiera conversar"
Los no eminentes no son porfirianos y nadie los considera así. Un porfiriano pobre es una contradicción intolerable. Para empezar, al gobierno le da igual su apoyo o su entusiasmo; para continuar, vive como Dios le da a entender y el Señor no es con él muy explícito. Su afición predilecta es ver como a trasluz los regocijos de las clases altas. Es un voyeurista social, y en su distracción o se abandona a la "desfachatez" y se regocija en la vulgaridad, o reconstruye como puede algunos hábitos de las clases altas. Para el pobre, el rito de la expropiación visual lo es todo. Lo que no se adjudique con la mirada le será inabordable.
Los desposeídos se acomodan en los intersticios sociales y no tienen mayor sentido de la decoración (eso cuesta). De hecho, aguardarán al cine mexicano de los 40 para inscribirse en una escuela de ornamentaciones: la Virgen de Guadalupe, el cromo de Cristo, los retratos de familia, el ropero viejo con el espejo rajado, la cama de latón, las macetas como botín de la naturaleza, la reproducción de la Última Cena, la ostentación a precios de remate. Los pobres viven como pueden, si a lo que hacen se le llama vivir, y se abisman en los empleos donde jamás se asciende, en la insalubridad, en el hacinamiento, y en la producción de hijos como milagro de los panes y los peces (el camastro de Canaán, que multiplica a la especie). Los pobres se divierten con lo que sea, como si pudieran divertirse con otra cosa, y apenas dejan muestras de su cotidianidad. Disponemos de las constancias de algunos de sus gustos (las pasiones populares como retrato hablado), de su asombro complacido ante la cámara, de la declaración de bienes de su aspecto. No mucho más.
Los pobres de la ciudad de México compran por céntimos grabados de Posada, siguen la nota roja con entusiasmo genésico (un crimen es el gran antídoto contra el tedio), frecuentan los circos de la penuria, acuden al zócalo el 15 de septiembre, y se alborozan en las carpas de cómicos estrepitosos y bailarinas casi reumáticas. También, patrocinan las pulquerías (los clubes de la miseria), consideran un largo viaje la ida a Xochimilco o San Ángel, y se desplazan por calles y avenidas que exigen un olfato muy desprejuiciado.
Los pobres son guadalupanos por vocación, por necesidad, por carencia de opciones, por nacionalismo. Los niños asisten con puntualidad a la doctrina, pero —los testimonios abundan como si fueran regaños de los curas— sólo conocen de teología lo que el Catecismo del padre Ripalda y su memorización irregular autorizan. (Los ricos, por lo menos, cenan con los teólogos) ¿Qué van a hacer los pobres? Ni modo de evitar la promiscuidad, consíganles más cuartos y más camas; ni modo de hacerse del todo indiferente al incesto, quítenles las ganas; ni modo de no emborracharse durante días mientras se le pega a la mujer o la amasia, qué otra le queda al educado en la deshumanización.
En provincia, todo es más cerrado e hipócrita, aunque las vocaciones religiosas son más concentradas. A la distancia, es imposible saber de la sinceridad de tanto ahogo y encierro, de los pueblos cerrados a piedra y lodo, del miedo a las innovaciones. En gran parte del país, lo cotidiano es la sujeción al cacique, al señor cura, al señor alcalde, al señor doctor, a los poderes unificados del cielo y la tierra. En su gran novela Al filo del agua (1947), Yáñez evoca los procederes de un encierro espiritual en un pueblo de Jalisco (que es Yahualica). El años es 1909:
El lunes, todo el día meditaron en el pecado; el martes, en la muerte; el miércoles, en el juicio; el jueves, en el infierno; el viernes, en la pasión de Nuestro Señor y en la parábola del hijo pródigo, que fue objeto —ésta— de la última distribución de la noche.
Se levantaban a las cinco y media de la mañana; entraban a capilla, para la meditación, a los tres cuartos para las seis, y seguía la misa, entre la cual y el toque de refectorio, a las siete, mediaban 15 minutos libres, pero en silencio, que después del desayuno se prolongaban hasta las ocho y media, hora de la primera parte del rosario y primer sermón del día, a cargo del señor cura; luego, tiempo libre, hasta las 10: Vía Crucis, plática del padre Reyes y examen de conciencia; toque para comer, a las 12; tiempo libre hasta las dos; rosario (misterios dolorosos) y puntos de meditación; tiempo libre; a las cuatro, lectura espiritual y sermón; a las seis, última parte del rosario, plática moral, sermón y tiempo de disciplina; todavía después de cenar, hacia las ocho y media, congregábanse a hacer examen de conciencia relativamente a ese día, que terminaba con el Miserere; a las nueve todos deberían estar ya recogidos.
¿Extraña que Yáñez atisbe en tanto ascetismo los demonios ya de alguna manera freudianos? En la capital la religión impera, pero hay también oportunidad de transgresiones. Nada beneficia tanto a los espacios libres de la vida cotidiana como el crecimiento poblacional. Los sábados en la mañana, Catecismo del padre Ripalda; los sábados en la noche, persecución del danzón, las prostitutas, el alcohol.
Escritor
Por Carlos Monsiváis
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