Lunes 18 de septiembre de 2006
Javier Oliva Posada
Un grave error en la política de todos los tiempos ha sido menospreciar al adversario, pero ignorarlo es la negación de la política misma. Si se cree que con descalificaciones o con alusiones indirectas se causa mella o se debilita al contrincante, todo indica que sucede lo contrario. Venimos de un proceso electoral en donde las partes sustanciales, es decir, autoridades, candidatos y partidos políticos, han incurrido y actuado de forma errática e inclusive contraria a los valores de la democracia que tenemos en México. Esta mala obra ha sido el resultado de un esfuerzo colectivo propiciado por la ausencia de demócratas que reconozcan límites y diferencias entre el ejercicio del poder público y los intereses de grupo y personales.
En estos días pocos pueden sorprenderse de que hayamos llegado hasta acá: abusos en y desde el poder, constantes violaciones a la ley electoral y al marco jurídico; simulaciones o montajes de acciones con pretensión de democráticas para dar apariencias que no resisten la menor prueba; discursos insustanciales; propuestas reiteradas sin viabilidad de ser cumplidas; personalismo antes que visión de futuro (ya no digamos de Estado) y así podría hacerse una larga, muy larga lista de fallos, omisiones e intromisiones. Las consecuencias las tenemos a la vista. Hemos llegado al difícil punto de la polarización. De un lado y del otro, me refiero a los entornos de operación política de Felipe Calderón y al de Andrés Manuel, lejos de procurar superar la contingencia poselectoral -que concluyó formalmente con la calificación de la elección- se abundan en los ataques o peor aún, en el desconocimiento a la fuerza que el adversario tiene.
Detrás de cada uno de ellos, hay millones de votos, cierto. Pero también hay, asentadas expectativas respecto de lo que será el futuro de México. Los dos deben recordar que no obtuvieron la mayoría simple de la votación. Que con sus defectos y limitaciones, ese es el sistema electoral que tenemos y bajo tal debemos actuar. Por eso, es muy riesgoso que sigamos como sociedad por la ruta de la confrontación y el desconocimiento. Ni una ni otro son prendas que avalen la nueva etapa plural, tolerante y deliberativa que buscamos; la notable incapacidad de la clase política se ha transformado en negación de la realidad. Los procesos electorales por venir demandarán actuaciones quizá menos espectaculares, pero más sensatas y prudentes. Pero con toda sinceridad, ya parece tarde para recapacitar. Se instalaron, espero que por poco tiempo, los argumentos de la exclusión por principio: estás con nosotros o contra nosotros. Por eso, los llamados a la mesura emergen como muestras o bien de debilidad o de supuesta complicidad (y por tanto de traición) con alguna de las partes.
Salir de esta coyuntura de confrontación va a reclamar, dado que los principales responsables no tienen o no dan muestras de disposición, acciones que atemperen los ánimos mediante propuestas que vayan directamente al fondo del asunto. Y los temas son muchos, y sin prioridades: reforma del sistema de partidos a la ley electoral, análisis de la política fiscal, revisión de las facultades del Presidente de la República, nuevas reglas para el federalismo, ajustes al marco jurídico de los medios de comunicación electrónicos, políticas públicas que atiendan a las principales demandas sociales en el corto plazo, atención al rezago educativo, medidas contra la inseguridad pública, certeza en la administración e impartición de justicia.
Un papel central, como se deduce, será el que desempeñe el Poder Legislativo. Desde allí y desde ahora, sin más retraso por el tema de las comisiones de trabajo, habrán de atenderse aquéllos y otros problemas. Así, estaremos en condiciones para recordar, que la principal característica de la política, es construir acuerdos.
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