En muchos países, un acto de plena legalidad otorga legitimidad, como ocurrió en la primera elección de Bush hijo, frente a Gore, el cual reclamó un fraude en Florida, teniendo además mayoría en el voto popular. Como la Corte reaccionó con una negativa frente a la impugnación, Bush se hizo legítimo, aunque no tantos le creyeron, y empezó con sus guerras del siglo XXI.
México es diferente. Calderón tiene el papel que lo acredita como triunfador, pero ése no le otorga, por sí mismo, la legitimidad. La diferencia en los cómputos distritales —disminuida cada que se daba un nuevo resultado— es demasiado pequeña, mientras la injerencia de Fox y de algunos líderes empresariales fue demasiado grande.
En otro país es natural que el presidente saliente se vaya a la campaña de su propio candidato; en México, no está permitido. En otros muchos países es normal que empresas y dueños del dinero le metan mucho a la campaña de su candidato; en México, está prohibido.
El candidato del PAN no aceptó el recuento de los votos, pues dijo que no era necesario ni dependía de él. En cambio —aunque tampoco depende de él— solicitó al IFE que no se destruyeran las boletas, sin decir para qué han de servir después, a sabiendas de que la ley manda a que se incineren.
La ilegitimidad de Calderón se alimenta de otra: el PRI le apoya pero es la fuerza política menos legítima desde el punto de vista de la democracia.
La legitimidad en México no se basa tanto en la ley como en la conciencia nacional. El origen, la manera en que se hacen las cosas que llevan a alguien al poder, la percepción popular sobre si se robaron la elección o le ayudaron al ganador en forma indebida o, de plano, se alteró el resultado, son elementos de ilegitimidad.
Pero hay algo más: Fox fue tan legítimo como pocos porque le arrancó al oficialismo la Presidencia de la República, después de haber afirmado muchas veces que no reconocería a Labastida si éste no ganaba por, al menos, seis puntos porcentuales de diferencia. Si Fox hubiera competido con Calderón —bajo un supuesto fantástico— y hubiera perdido por una diferencia de .56 por ciento, jamás habría reconocido su derrota, pues Calderón fue candidato oficialista.
Lo verdaderamente absurdo sería que los partidos que apoyaron a López Obrador y que declararon que el resultado fue ilegítimo dijeran ahora que Calderón es un presidente electo legítimo. Nadie creería tal cosa; ni el PAN
México es diferente. Calderón tiene el papel que lo acredita como triunfador, pero ése no le otorga, por sí mismo, la legitimidad. La diferencia en los cómputos distritales —disminuida cada que se daba un nuevo resultado— es demasiado pequeña, mientras la injerencia de Fox y de algunos líderes empresariales fue demasiado grande.
En otro país es natural que el presidente saliente se vaya a la campaña de su propio candidato; en México, no está permitido. En otros muchos países es normal que empresas y dueños del dinero le metan mucho a la campaña de su candidato; en México, está prohibido.
El candidato del PAN no aceptó el recuento de los votos, pues dijo que no era necesario ni dependía de él. En cambio —aunque tampoco depende de él— solicitó al IFE que no se destruyeran las boletas, sin decir para qué han de servir después, a sabiendas de que la ley manda a que se incineren.
La ilegitimidad de Calderón se alimenta de otra: el PRI le apoya pero es la fuerza política menos legítima desde el punto de vista de la democracia.
La legitimidad en México no se basa tanto en la ley como en la conciencia nacional. El origen, la manera en que se hacen las cosas que llevan a alguien al poder, la percepción popular sobre si se robaron la elección o le ayudaron al ganador en forma indebida o, de plano, se alteró el resultado, son elementos de ilegitimidad.
Pero hay algo más: Fox fue tan legítimo como pocos porque le arrancó al oficialismo la Presidencia de la República, después de haber afirmado muchas veces que no reconocería a Labastida si éste no ganaba por, al menos, seis puntos porcentuales de diferencia. Si Fox hubiera competido con Calderón —bajo un supuesto fantástico— y hubiera perdido por una diferencia de .56 por ciento, jamás habría reconocido su derrota, pues Calderón fue candidato oficialista.
Lo verdaderamente absurdo sería que los partidos que apoyaron a López Obrador y que declararon que el resultado fue ilegítimo dijeran ahora que Calderón es un presidente electo legítimo. Nadie creería tal cosa; ni el PAN
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