Juan Villoro
Ante los retos de la izquierda mexicana en este momento poselectoral sin precedente, Juan Villoro la confronta con su capacidad para cumplir sus metas sociales. "López Obrador -reflexiona el escritor en este texto exclusivo para Proceso- se debate entre atender a la misión que se asigna a sí mismo como líder o mantener unida a una izquierda más amplia que sus corazonadas... López Obrador se deja aconsejar por una sola entidad: su intuición. Es imposible saber lo que le dicta en estos momentos, pero no es aventurado decir que confunde lo trágico con lo histórico".
¿Un radical fuera de temporada?
López Obrador ha encendido un debate sin precedentes. Felipe Calderón dedicó su campaña a denostarlo; el adversario le pareció más importante que sus propias propuestas. Lo mismo ocurre en las reuniones donde se dedican más energías a insultar al Peje que a elogiar a otro candidato. La situación es equivalente a la de quien detesta más a su exnovia de lo que ama a su novia.
En este enganche neurótico apenas hay tiempo para el matiz, y sin embargo urge establecer distinciones. En la dialéctica del todo o nada, las importantes victorias parciales de la izquierda han pasado casi inadvertidas. El PRD se convirtió en la segunda fuerza en la Cámara de Diputados, arrasó en el DF y acaba de ganar en Chiapas. Pero todo se oscurece ante el agravio principal: la pérdida de la Presidencia en una contienda probadamente injusta.
Incansable, dueño de un instinto que lo ha sacado a flote en situaciones muy arrinconadas, convencido a fondo de su papel histórico, López Obrador ha combinado una doble estrategia: la movilización popular y una gestión de relativa eficacia que no admite críticas. La primera sostiene a la segunda. El esquema resulta peculiar. En todo momento, el caudillo hace saber que su fuerza es la gente. Esto, con ser mucho, no es suficiente. La política se mide por apoyos, pero también por resultados.
Voté por López Obrador pensando en un proyecto que excedía a un líder en estado de gracia. Un desafío esencial de la política contemporánea consiste en volverla ciudadana: pasar de la democracia representativa a la democracia participativa. Este proceso de construcción incluye al PRD, pero está destinado a rebasarlo y acotarlo desde la sociedad civil.
López Obrador enfrentó una propaganda aviesa que distorsionaba sus propuestas e infundía el miedo. Uno de los recursos para desactivar esta campaña fue la serie de videos ¿Quién es el Sr. López?, dirigida por Luis Mandoki. La sección en la que participé llevaba por título El mito del dragón. Ahí comenté que la campaña de descrédito equivalía a contar una leyenda amenazante sin otro criterio de veracidad que la sospecha.
López Obrador no se ha convertido en el temido monstruo de la fábula, pero sin duda se ha distanciado de la figura por la cual votamos. Todo empezó el mismo 2 de julio. Hacia las seis de la tarde, hablé con un amigo que trabaja en el hotel donde se encontraba concentrada la dirigencia de la coalición Por el Bien de Todos: "Están muy preocupados", me dijo: "Las noticias no son buenas". Las encuestas de salida en las casillas no daban los resultados previstos. Poco después, López Obrador apareció en la televisión, con cara desencajada. Las cámaras lo siguieron en su ruta de la sede del PRD al hotel. Aunque luego diría que contaba con pruebas inobjetables de su triunfo, no había el menor gesto festivo en él ni en su entorno. Marcelo Ebrard había recibido una votación espectacular, pero tenía un semblante adusto. Todos estos son signos externos, los únicos de los que dispone un cronista.
A las 11 de la noche, el IFE creó un vacío de información: no podía dar resultados. Anticipándose a cualquier versión oficial de la contienda, López Obrador llamó a sus partidarios al Zócalo, a celebrar el triunfo. Desde ese momento no ha reconocido otra fuente de información que sus propios datos.
La extraña forma en que el IFE ofreció los resultados preliminares y el hecho de que casi tres millones de votos quedaran fuera por inconsistencias, permitió que López Obrador volviera a anticiparse: ante la crisis de credibilidad, aseguró que el IFE había consumado un fraude.
En un país donde se necesita instalar una Comisión de la Verdad para conocer los sucesos 20 años después de ocurridos, nada tiene tanta legitimidad como el rumor. En estas circunstancias, las explicaciones conspiratorias resultan siempre las más creíbles. El Tribunal Electoral enfrentaba el desafío de limpiar una elección puesta en entredicho. Los errores y las irregularidades eran suficientes para que la confianza sólo se restableciera con un recuento voto por voto.
Pero el tribunal no optó por la vía que hubiera quitado argumentos a una de las partes contendientes. Antes de que se tomara esta decisión, López Obrador volvió a adelantar su reloj: acusó sin pruebas a los magistrados de recibir "cañonazos" de dinero y posibles puestos en el futuro gobierno. Un refrán popular empezó a circular en el plantón de Reforma: los jueces habían sido "maiceados"; picoteaban monedas como las gallinas picotean granos de maíz.
¿Tiene sentido descalificar de antemano al tribunal al que sometes tus demandas? Siempre anticipado, López Obrador asumió que el fallo sería negativo. ¿Qué prefería su inescrutable ánimo: el recuento real o la negativa que lo facultaba a tomar las calles, que, por otra parte, ya había tomado?
La pregunta se volvió retórica el 6 de septiembre, cuando el tribunal aseguró que la contienda había sido injusta pero no tenía forma de sancionarla. Este vacío jurídico dio tardía validez a los reclamos del candidato de la coalición Por el Bien de Todos. El tribunal no le entregó la silla, pero le dio algo acaso más valioso: razones para su causa.
¿Hacia dónde estamos nosotros?
Los millones de votantes de López Obrador sabemos que se cometió un agravio: un legítimo aspirante fue tratado como "peligro para México". ¿Qué viene a continuación?
Las formas de protesta han dividido a la izquierda y amenazan con diezmarla. López Obrador se debate entre atender a la misión que se asigna a sí mismo como líder o mantener unida a una izquierda más amplia que sus corazonadas. Del 2 de julio a la fecha, ha actuado como si el respaldo fuera automático y se desprendiera en forma lógica de lo que propuso antes de la elección.
Por su parte, Felipe Calderón ha sacado conclusiones absurdas de lo que significó enfrentar a la izquierda. En su discurso del 10 de septiembre, en la Plaza de Toros, dijo que quienes lo apoyaban habían derrotado al caos y a quienes se oponen a las instituciones. Los 15 millones de mexicanos que votamos por López Obrador en el marco de la legalidad fuimos insultados por este primitivismo político. No votamos por los desastres que vinieron después de la elección, desde la falta de claridad del IFE hasta la reconocida impotencia del tribunal, pasando por el plantón de Reforma que ha llevado a una situación kafkiana: miles de pobres han perdido sus empleos y el gobierno de la ciudad, supuestamente de izquierda, ha compensado a los patrones eximiéndolos de impuestos que beneficiarían a los demás capitalinos.
En este horizonte confuso, la convención propuesta por López Obrador aparece como un foro no sólo oportuno sino urgente. Es necesario discutir las variadas opciones de la izquierda. Sería estupendo que fuera una plataforma de propuestas; sería dramático que fuera una asamblea constituyente. Se estima que 1 millón de personas estará presente. Una cantidad impresionante como movilización, pero menos de 10% de la gente que apoyó a López Obrador en las urnas.
Con la impulsividad de quien confunde la oratoria con el monólogo interior, López Obrador ha planteado la posibilidad de ser nombrado presidente alterno o en rebeldía por la Convención. ¿Qué significa eso? ¿Podrá expedirnos un pasaporte? Crear una presidencia paralela y ficticia debilita la lucha por la presidencia real que se debe obtener.
Rosa Luxemburgo advirtió con lucidez el "sustituismo" que aquejaba al Partido Comunista soviético: el partido único sustituía al pueblo, el comité central al partido, el buró político al comité central y Lenin al buró político. El lópezobradorismo está sometido a esta reducción telescópica. El 2 de julio, no le endosamos el futuro al candidato. Queríamos que ganara una elección. Nada más y nada menos. Si desea seguir otra estrategia (el vasto camino de la desobediencia civil), deberá convencernos.
El dolor de una derrota surgida de condiciones desiguales ha provocado una comprensible indignación. Sin embargo, la izquierda no puede renunciar a la obligación de criticarse a sí misma. No se trata de renunciar al cometido emancipador ni a la necesaria conducción de un líder como López Obrador. Se trata de mejorar estrategias y ampliar programas. Llegamos a un punto terrible, para el que no hay arreglo inmediato. Nuestros usos y costumbres dificultan el debate. En las tempestades, no hay matices. Aunque se esté de acuerdo en 80% de los puntos, poner algo en entredicho es visto por muchos como una traición a la causa. Hago mías las palabras del periodista y caricaturista Patricio: "Me preocupa el tono del movimiento; el que todo sea planteado en términos de blanco o negro, pues siendo así las cosas, cualquier crítica se toma de inmediato como una ofensa y coloca al que osa proferirla en la pira purificadora. Obviamente, en una situación así no hay espacio para la autocrítica. Me parece increíble que ahora Denise Dresser pueda pertenecer al grupo de los malos mientras que ¡Jacobo Zabludovsky ya sea bueno! Las personas son juzgadas a partir de su comportamiento en un solo evento, y todo lo demás se lo llevó la nave del olvido... Formar un gobierno paralelo o redactar una nueva Constitución significa no tomar en cuenta a 65% de los electores que votaron por los otros partidos y al resto de la población que no votó, caer en el 'ni los veo ni los oigo'. Ante la urgencia de enfrentar a una derecha desbocada y arrogante, la única aparente alternativa parece ser enfrentarla con lo que sea y como sea. Esto es, pepenando al candidato que esté a la mano y sea popular (Juan Sabines, por ejemplo) y que ahí quede la cosa: 'Se le ganó a la derecha, pasemos al siguiente frente'... ¿Cómo hacer compatible la masificación que la izquierda tradicional no había conseguido y la urgente necesidad de enfrentar a la derecha neoliberal con tener aunque sea un mínimo control de calidad?".
Las reflexiones de Patricio ponen en la mesa el derecho a dudar, a disentir e incluso a equivocarnos que debemos tener dentro de la propia izquierda. Si la derecha busca garantizar el status quo y por lo tanto preservar los privilegios y mantener la desigualdad y la discriminación (o, si acaso, atenuarlas en forma simbólica), el proyecto alternativo de nación debe ser incluyente y aceptar la fuerza creativa de la discrepancia.
El "rating" del Zócalo
En un país ultrajado por desigualdades, el arrastre de López Obrador ha sido único. Aunque puede ser hábil en las entrevistas, prefiere el coro de la multitud. Ningún candidato ha dependido tanto de las plazas públicas desde que existe la televisión. Es difícil no conmoverse ante las pruebas de adhesión que recibe de los expulsados del progreso. Sin embargo, con excesiva frecuencia, se desentiende de las razones de quienes no están ahí, ante el templete de sus preferencias. No se ha presentado como un estadista que concibe un país capaz de incluir a quienes no votan por él, sino como un caudillo en feliz retroalimentación con sus seguidores. Muy rara vez trata de persuadir. Los desastres de la patria son tan evidentes que considera que basta exponerlos ante sus fieles. Su continuo ataque a los medios ofrece una clave de su temperamento. La plaza representa para él la verdad y la televisión un simulacro. Cree en el contacto directo y refrenda a diario su pacto de lealtad con quienes lloran estremecedoramente en su camisa. Este esencialismo comunitario ("no estás solo") se convirtió durante la campaña en una suerte de dogma moral. La paradoja es que en las plazas siempre son más los que no llegaron. El afán de estar cerca de los otros desemboca así en una situación excluyente. Dicha ante los incondicionales, la frase "cállate, chachalaca" puede ser divertida. En el resto del país se entiende de otro modo. La desconfianza de López Obrador ante las estadísticas y las encuestas hace pensar que para él sólo es real lo que aclama. Las cifras silenciosas son conspiratorias.
Las contiendas democráticas modernas suelen ser psicodramas que se resuelven en la pantalla. En este teatro de figuraciones, los gestos y la fotogenia importan más que los mensajes. López Obrador decidió, con razón, no hacer una campaña exclusivamente mediática, pero confió en las plazas al grado de ofrecer un discurso que satisfacía básicamente a los ahí presentes.
El primer militante de la nación se dispone a encabezar otro movimiento. Está en el territorio donde se siente cómodo. Las privaciones lo estimulan. Su valor y sus convicciones se agrandan en la inclemente intemperie.
No es casual que en su discurso reciente comparezcan, de manera directa o velada, otros sufridos héroes cívicos: Gandhi, Luther King, Mandela. Todo parece indicar que su lucha será ardua. Dispone de una base social para dificultar la gobernabilidad y mantenerse en las noticias de las que tanto desconfía.
La izquierda enfrenta un desafío mayúsculo: una estrategia incorrecta puede poner en entredicho una causa justa. No hay duda de que la elección fue desigual, pero hay diversas formas de elaborar políticamente la injusticia. El día nacional de Cataluña conmemora una derrota y las placas de los coches de Québec llevan la leyenda "je me souviens" en recuerdo de otra caída. No lo hacen por derrotismo. Quien es vencido por las malas dispone de fuerza moral. No es lo mismo resignarse que aprovechar una derrota injusta para construir y confirmar que se tenía razón.
En el caso de López Obrador, los agravios reales (la campaña del miedo, el papel del gobierno en la contienda, la negativa a limpiar la elección) pueden servir de fundamento para consolidar una alternativa duradera. No es fácil actuar con madurez ante el desasosiego. Sin embargo, pasar de la estrategia electoral a una movilización cuyo único principio rector sea la protesta ante la usurpación puede tirar por la borda las muchas cosas que ya se han conseguido.
López Obrador se deja aconsejar por una sola entidad: su intuición. Es imposible saber lo que le dicta en estos momentos, pero no es aventurado decir que confunde lo trágico con lo histórico. Pocas veces, los mexicanos usamos el verbo "arrostrar". Él está dispuesto a hacerlo. Una arraigada tradición nos ha hecho saber que toda grandeza, si es nuestra, también es dolorosa. Nuestras principales obras de arte reflejan el desgarramiento, la condición herida, y nuestros próceres derivan su gloria de tragos amargos. López Obrador podría perfeccionar su papel de inconforme irreductible en la tormenta de la historia: preferir la leyenda a asumir un cargo.
¿Qué horas marcará el sol de la izquierda? ¿Es posible dar la espalda al pesimismo? Me atrevo a decir que es inevitable. La fuerza de la izquierda no está en su capacidad de confrontación, está en su solidaridad. Su estrategia debe prefigurar la sociedad por la que lucha. Jaime García Terrés puso en verso esta esperanza:
Ven. Al caos iremos otro día.
Ahora ven y préstame la fuerza
Increada que fluye de tus manos
¿Un radical fuera de temporada?
López Obrador ha encendido un debate sin precedentes. Felipe Calderón dedicó su campaña a denostarlo; el adversario le pareció más importante que sus propias propuestas. Lo mismo ocurre en las reuniones donde se dedican más energías a insultar al Peje que a elogiar a otro candidato. La situación es equivalente a la de quien detesta más a su exnovia de lo que ama a su novia.
En este enganche neurótico apenas hay tiempo para el matiz, y sin embargo urge establecer distinciones. En la dialéctica del todo o nada, las importantes victorias parciales de la izquierda han pasado casi inadvertidas. El PRD se convirtió en la segunda fuerza en la Cámara de Diputados, arrasó en el DF y acaba de ganar en Chiapas. Pero todo se oscurece ante el agravio principal: la pérdida de la Presidencia en una contienda probadamente injusta.
Incansable, dueño de un instinto que lo ha sacado a flote en situaciones muy arrinconadas, convencido a fondo de su papel histórico, López Obrador ha combinado una doble estrategia: la movilización popular y una gestión de relativa eficacia que no admite críticas. La primera sostiene a la segunda. El esquema resulta peculiar. En todo momento, el caudillo hace saber que su fuerza es la gente. Esto, con ser mucho, no es suficiente. La política se mide por apoyos, pero también por resultados.
Voté por López Obrador pensando en un proyecto que excedía a un líder en estado de gracia. Un desafío esencial de la política contemporánea consiste en volverla ciudadana: pasar de la democracia representativa a la democracia participativa. Este proceso de construcción incluye al PRD, pero está destinado a rebasarlo y acotarlo desde la sociedad civil.
López Obrador enfrentó una propaganda aviesa que distorsionaba sus propuestas e infundía el miedo. Uno de los recursos para desactivar esta campaña fue la serie de videos ¿Quién es el Sr. López?, dirigida por Luis Mandoki. La sección en la que participé llevaba por título El mito del dragón. Ahí comenté que la campaña de descrédito equivalía a contar una leyenda amenazante sin otro criterio de veracidad que la sospecha.
López Obrador no se ha convertido en el temido monstruo de la fábula, pero sin duda se ha distanciado de la figura por la cual votamos. Todo empezó el mismo 2 de julio. Hacia las seis de la tarde, hablé con un amigo que trabaja en el hotel donde se encontraba concentrada la dirigencia de la coalición Por el Bien de Todos: "Están muy preocupados", me dijo: "Las noticias no son buenas". Las encuestas de salida en las casillas no daban los resultados previstos. Poco después, López Obrador apareció en la televisión, con cara desencajada. Las cámaras lo siguieron en su ruta de la sede del PRD al hotel. Aunque luego diría que contaba con pruebas inobjetables de su triunfo, no había el menor gesto festivo en él ni en su entorno. Marcelo Ebrard había recibido una votación espectacular, pero tenía un semblante adusto. Todos estos son signos externos, los únicos de los que dispone un cronista.
A las 11 de la noche, el IFE creó un vacío de información: no podía dar resultados. Anticipándose a cualquier versión oficial de la contienda, López Obrador llamó a sus partidarios al Zócalo, a celebrar el triunfo. Desde ese momento no ha reconocido otra fuente de información que sus propios datos.
La extraña forma en que el IFE ofreció los resultados preliminares y el hecho de que casi tres millones de votos quedaran fuera por inconsistencias, permitió que López Obrador volviera a anticiparse: ante la crisis de credibilidad, aseguró que el IFE había consumado un fraude.
En un país donde se necesita instalar una Comisión de la Verdad para conocer los sucesos 20 años después de ocurridos, nada tiene tanta legitimidad como el rumor. En estas circunstancias, las explicaciones conspiratorias resultan siempre las más creíbles. El Tribunal Electoral enfrentaba el desafío de limpiar una elección puesta en entredicho. Los errores y las irregularidades eran suficientes para que la confianza sólo se restableciera con un recuento voto por voto.
Pero el tribunal no optó por la vía que hubiera quitado argumentos a una de las partes contendientes. Antes de que se tomara esta decisión, López Obrador volvió a adelantar su reloj: acusó sin pruebas a los magistrados de recibir "cañonazos" de dinero y posibles puestos en el futuro gobierno. Un refrán popular empezó a circular en el plantón de Reforma: los jueces habían sido "maiceados"; picoteaban monedas como las gallinas picotean granos de maíz.
¿Tiene sentido descalificar de antemano al tribunal al que sometes tus demandas? Siempre anticipado, López Obrador asumió que el fallo sería negativo. ¿Qué prefería su inescrutable ánimo: el recuento real o la negativa que lo facultaba a tomar las calles, que, por otra parte, ya había tomado?
La pregunta se volvió retórica el 6 de septiembre, cuando el tribunal aseguró que la contienda había sido injusta pero no tenía forma de sancionarla. Este vacío jurídico dio tardía validez a los reclamos del candidato de la coalición Por el Bien de Todos. El tribunal no le entregó la silla, pero le dio algo acaso más valioso: razones para su causa.
¿Hacia dónde estamos nosotros?
Los millones de votantes de López Obrador sabemos que se cometió un agravio: un legítimo aspirante fue tratado como "peligro para México". ¿Qué viene a continuación?
Las formas de protesta han dividido a la izquierda y amenazan con diezmarla. López Obrador se debate entre atender a la misión que se asigna a sí mismo como líder o mantener unida a una izquierda más amplia que sus corazonadas. Del 2 de julio a la fecha, ha actuado como si el respaldo fuera automático y se desprendiera en forma lógica de lo que propuso antes de la elección.
Por su parte, Felipe Calderón ha sacado conclusiones absurdas de lo que significó enfrentar a la izquierda. En su discurso del 10 de septiembre, en la Plaza de Toros, dijo que quienes lo apoyaban habían derrotado al caos y a quienes se oponen a las instituciones. Los 15 millones de mexicanos que votamos por López Obrador en el marco de la legalidad fuimos insultados por este primitivismo político. No votamos por los desastres que vinieron después de la elección, desde la falta de claridad del IFE hasta la reconocida impotencia del tribunal, pasando por el plantón de Reforma que ha llevado a una situación kafkiana: miles de pobres han perdido sus empleos y el gobierno de la ciudad, supuestamente de izquierda, ha compensado a los patrones eximiéndolos de impuestos que beneficiarían a los demás capitalinos.
En este horizonte confuso, la convención propuesta por López Obrador aparece como un foro no sólo oportuno sino urgente. Es necesario discutir las variadas opciones de la izquierda. Sería estupendo que fuera una plataforma de propuestas; sería dramático que fuera una asamblea constituyente. Se estima que 1 millón de personas estará presente. Una cantidad impresionante como movilización, pero menos de 10% de la gente que apoyó a López Obrador en las urnas.
Con la impulsividad de quien confunde la oratoria con el monólogo interior, López Obrador ha planteado la posibilidad de ser nombrado presidente alterno o en rebeldía por la Convención. ¿Qué significa eso? ¿Podrá expedirnos un pasaporte? Crear una presidencia paralela y ficticia debilita la lucha por la presidencia real que se debe obtener.
Rosa Luxemburgo advirtió con lucidez el "sustituismo" que aquejaba al Partido Comunista soviético: el partido único sustituía al pueblo, el comité central al partido, el buró político al comité central y Lenin al buró político. El lópezobradorismo está sometido a esta reducción telescópica. El 2 de julio, no le endosamos el futuro al candidato. Queríamos que ganara una elección. Nada más y nada menos. Si desea seguir otra estrategia (el vasto camino de la desobediencia civil), deberá convencernos.
El dolor de una derrota surgida de condiciones desiguales ha provocado una comprensible indignación. Sin embargo, la izquierda no puede renunciar a la obligación de criticarse a sí misma. No se trata de renunciar al cometido emancipador ni a la necesaria conducción de un líder como López Obrador. Se trata de mejorar estrategias y ampliar programas. Llegamos a un punto terrible, para el que no hay arreglo inmediato. Nuestros usos y costumbres dificultan el debate. En las tempestades, no hay matices. Aunque se esté de acuerdo en 80% de los puntos, poner algo en entredicho es visto por muchos como una traición a la causa. Hago mías las palabras del periodista y caricaturista Patricio: "Me preocupa el tono del movimiento; el que todo sea planteado en términos de blanco o negro, pues siendo así las cosas, cualquier crítica se toma de inmediato como una ofensa y coloca al que osa proferirla en la pira purificadora. Obviamente, en una situación así no hay espacio para la autocrítica. Me parece increíble que ahora Denise Dresser pueda pertenecer al grupo de los malos mientras que ¡Jacobo Zabludovsky ya sea bueno! Las personas son juzgadas a partir de su comportamiento en un solo evento, y todo lo demás se lo llevó la nave del olvido... Formar un gobierno paralelo o redactar una nueva Constitución significa no tomar en cuenta a 65% de los electores que votaron por los otros partidos y al resto de la población que no votó, caer en el 'ni los veo ni los oigo'. Ante la urgencia de enfrentar a una derecha desbocada y arrogante, la única aparente alternativa parece ser enfrentarla con lo que sea y como sea. Esto es, pepenando al candidato que esté a la mano y sea popular (Juan Sabines, por ejemplo) y que ahí quede la cosa: 'Se le ganó a la derecha, pasemos al siguiente frente'... ¿Cómo hacer compatible la masificación que la izquierda tradicional no había conseguido y la urgente necesidad de enfrentar a la derecha neoliberal con tener aunque sea un mínimo control de calidad?".
Las reflexiones de Patricio ponen en la mesa el derecho a dudar, a disentir e incluso a equivocarnos que debemos tener dentro de la propia izquierda. Si la derecha busca garantizar el status quo y por lo tanto preservar los privilegios y mantener la desigualdad y la discriminación (o, si acaso, atenuarlas en forma simbólica), el proyecto alternativo de nación debe ser incluyente y aceptar la fuerza creativa de la discrepancia.
El "rating" del Zócalo
En un país ultrajado por desigualdades, el arrastre de López Obrador ha sido único. Aunque puede ser hábil en las entrevistas, prefiere el coro de la multitud. Ningún candidato ha dependido tanto de las plazas públicas desde que existe la televisión. Es difícil no conmoverse ante las pruebas de adhesión que recibe de los expulsados del progreso. Sin embargo, con excesiva frecuencia, se desentiende de las razones de quienes no están ahí, ante el templete de sus preferencias. No se ha presentado como un estadista que concibe un país capaz de incluir a quienes no votan por él, sino como un caudillo en feliz retroalimentación con sus seguidores. Muy rara vez trata de persuadir. Los desastres de la patria son tan evidentes que considera que basta exponerlos ante sus fieles. Su continuo ataque a los medios ofrece una clave de su temperamento. La plaza representa para él la verdad y la televisión un simulacro. Cree en el contacto directo y refrenda a diario su pacto de lealtad con quienes lloran estremecedoramente en su camisa. Este esencialismo comunitario ("no estás solo") se convirtió durante la campaña en una suerte de dogma moral. La paradoja es que en las plazas siempre son más los que no llegaron. El afán de estar cerca de los otros desemboca así en una situación excluyente. Dicha ante los incondicionales, la frase "cállate, chachalaca" puede ser divertida. En el resto del país se entiende de otro modo. La desconfianza de López Obrador ante las estadísticas y las encuestas hace pensar que para él sólo es real lo que aclama. Las cifras silenciosas son conspiratorias.
Las contiendas democráticas modernas suelen ser psicodramas que se resuelven en la pantalla. En este teatro de figuraciones, los gestos y la fotogenia importan más que los mensajes. López Obrador decidió, con razón, no hacer una campaña exclusivamente mediática, pero confió en las plazas al grado de ofrecer un discurso que satisfacía básicamente a los ahí presentes.
El primer militante de la nación se dispone a encabezar otro movimiento. Está en el territorio donde se siente cómodo. Las privaciones lo estimulan. Su valor y sus convicciones se agrandan en la inclemente intemperie.
No es casual que en su discurso reciente comparezcan, de manera directa o velada, otros sufridos héroes cívicos: Gandhi, Luther King, Mandela. Todo parece indicar que su lucha será ardua. Dispone de una base social para dificultar la gobernabilidad y mantenerse en las noticias de las que tanto desconfía.
La izquierda enfrenta un desafío mayúsculo: una estrategia incorrecta puede poner en entredicho una causa justa. No hay duda de que la elección fue desigual, pero hay diversas formas de elaborar políticamente la injusticia. El día nacional de Cataluña conmemora una derrota y las placas de los coches de Québec llevan la leyenda "je me souviens" en recuerdo de otra caída. No lo hacen por derrotismo. Quien es vencido por las malas dispone de fuerza moral. No es lo mismo resignarse que aprovechar una derrota injusta para construir y confirmar que se tenía razón.
En el caso de López Obrador, los agravios reales (la campaña del miedo, el papel del gobierno en la contienda, la negativa a limpiar la elección) pueden servir de fundamento para consolidar una alternativa duradera. No es fácil actuar con madurez ante el desasosiego. Sin embargo, pasar de la estrategia electoral a una movilización cuyo único principio rector sea la protesta ante la usurpación puede tirar por la borda las muchas cosas que ya se han conseguido.
López Obrador se deja aconsejar por una sola entidad: su intuición. Es imposible saber lo que le dicta en estos momentos, pero no es aventurado decir que confunde lo trágico con lo histórico. Pocas veces, los mexicanos usamos el verbo "arrostrar". Él está dispuesto a hacerlo. Una arraigada tradición nos ha hecho saber que toda grandeza, si es nuestra, también es dolorosa. Nuestras principales obras de arte reflejan el desgarramiento, la condición herida, y nuestros próceres derivan su gloria de tragos amargos. López Obrador podría perfeccionar su papel de inconforme irreductible en la tormenta de la historia: preferir la leyenda a asumir un cargo.
¿Qué horas marcará el sol de la izquierda? ¿Es posible dar la espalda al pesimismo? Me atrevo a decir que es inevitable. La fuerza de la izquierda no está en su capacidad de confrontación, está en su solidaridad. Su estrategia debe prefigurar la sociedad por la que lucha. Jaime García Terrés puso en verso esta esperanza:
Ven. Al caos iremos otro día.
Ahora ven y préstame la fuerza
Increada que fluye de tus manos
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