En efecto, durante los últimos años de la República la corrupción ha penetrado todos los hilos que tejen Roma, las distintas clases sociales (patricios, caballeros, comerciantes, etc.) se relacionan entre sí mediante la violencia y el desprecio recíproco, la única significación que mantiene unida a la sociedad es el objetivo de acumular poder y dinero, los valores dominantes están troquelados en el molde de una sociedad del espectáculo: presente perpetuo, imagen y superficie.
El circo, el cinismo hiper-sofisticado, el poderío militar, la libertad de las costumbres no colman de satisfacción a nadie: la angustia roe por dentro el corazón de la bárbara grandeza de Roma. La organización social es una pantalla que no deja contemplar de frente y medirse al hecho decisivo que fundamenta todo el andamiaje colectivo: Roma es un gigantesco parásito que absorbe la fuerza y la vida entera de los esclavos, verdaderos productores del mundo.
Desde la educación hasta la economía, la vida de Roma entera está cimentada sobre la sangre y los huesos de los esclavos, la «herramienta que habla». Por eso, como explica Cicerón, «un levantamiento de los esclavos implica más guerras que todas nuestras conquistas».
Roma se basa en la producción masiva de miedo, desconfianza y resignación entre quienes la sustentan materialmente. Pero cuando un día los gladiadores desobedecen la máxima que se les tatúa diariamente en el alma, «gladiador, no hagas amistad con gladiadores», todo el edificio social salta por los aires.
Los romanos (y son los más grandes de entre ellos quienes hablan) se descubren patéticos hombres huecos frente a la afirmación práctica y rebelde de dignidad, libertad, igualdad, fraternidad.