domingo, septiembre 10, 2006

Memorial de responsabilidades Rolando Cordera Campos

Domingo 10 de septiembre de 2006


La resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación es inatacable. Cosa juzgada, dirán algunos, pero no punto final para la etapa política que se abrió con la elección presidencial.

La contundencia constitucional no debería entenderse como la aceptación incondicional de los resultados, ni llevar a la autocomplacencia con unas instituciones políticas cuya erosión está a la vista. Tampoco debería verse como la base jurídica, ¡racional!, dice el coro de acompañamiento, de la exigencia currutaca de rendición incondicional a López Obrador y sus huestes.

La lectura de la ley hecha por el tribunal puede ser legal, pero no se corresponde con la realidad que subyace al conflicto que supuestamente resolvió el dictamen. De aquí su legitimidad cuestionada. No ofrece certeza plena sobre lo ocurrido y pone a la sociedad y al propio sistema político ante severos dilemas: ¿Qué tanto es tantito en política constitucional? ¿Cómo se mide el daño infligido a las instituciones políticas por el presidente Fox y los empresarios enfeudados, reconocido por el tribunal pero soslayado inmediatamente en su sentencia?

El Presidente puso en riesgo el orden político electoral mexicano, sentencian los tribunos, pero remitir al IFE la tarea de desentrañar la fechoría la vuelve anécdota, y abusa del propio instituto.

El nudo es mayor pero no cancela la política ni anula las instituciones. En realidad ilumina su importancia crucial y señala la ruta para reformar a fondo el Estado y el entramado social damnificado por tantos lustros de dogmatismo económico. Estas no pueden ser tareas de los exégetas de una institucionalidad desgastada, que en su expresión presidencial se ha vuelto nociva. Tampoco caben en la estrecha racionalidad instrumental en que han caído el PAN y su abanderado, al abandonar el compromiso de sus fundadores con la redención social.

La coalición Por el Bien de Todos tiene que hacer suya la empresa y demostrar su capacidad de fuerza transformadora. Lo que el país tiene enfrente es demasiado delicado para dejarlo en las manos invisibles del mercado o de unas leyes electorales cuya revisión urge. De entrada, hay que asumir la necesidad de un cambio de régimen en dirección parlamentaria, tan sólo para no volver a caer en las ilusiones del presidencialismo que Vicente Fox llevó al extremo y que son la antesala de la frustración y el desencanto. Y esto supone un sentido del Estado del que la derecha carece y reniega.

Quienes pretenden gobernar tienen que reconocer que están parados sobre un volcán de injusticia e inconformidad que la coalición, en todo caso, puso en el centro de la política. La incredulidad de muchos sobre las instituciones políticas centrales no es un invento del populismo malévolo, como tampoco lo es la distancia enorme que priva entre las elites de la riqueza y el poder y los pantanos de la pobreza y la exclusión.

Asumir lo anterior como desafío central para la democracia mexicana es el mandato fundamental de esta elección.

La ciudadanía no votó por la continuidad que el gobierno y su partido presentan como panacea, y fueron mayoría los que de plano se abstuvieron. Este es el mapa real del que se nutre la confusión de los grupos dominantes y de sus oficiosos hermeneutas. De aquí la urgencia de recuperar la política y reivindicar para el campo popular la hegemonía de un nuevo y ambicioso reformismo.

Cambio de régimen y reforma social del Estado: ésta es la brújula de nuestra democracia atribulada. Sin ella, la nave del Estado no tendrá más destino que el mar de los sargazos... o el triángulo de las Bermudas. De aquí, también, la responsabilidad enorme de López Obrador y su partido

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