La batalla electoral pone a las capas populares a organizarse políticamente para influir en la agenda nacional. Si el movimiento de López Obrador no se descarrila, podría ser un peligro para la derecha
Un momento raro
No son frecuentes los tiempos en que las clases subordinadas, o al menos una parte significativa de ellas, se muestren capaces de intentar una actividad política de largo plazo por su cuenta y riesgo. Posiblemente lo más significativo de la elección del pasado 2 de julio en México termine por ser -y ésta es una mera conjetura, una hipótesis de trabajo- no el resultado mismo de la votación, ni lo que haga o deje de hacer al respecto el aparato institucional relacionado con ese tema, sino que el proceso se haya convertido, sin que nadie realmente lo previera, en el detonador de un movimiento social y político de naturaleza popular y masiva, que lo mismo puede resultar efímero que consolidarse y cambiar la naturaleza misma de la política mexicana en los años por venir.
Y es que ese movimiento, si finalmente se sostiene, puede empujar hacia la superficie a un viejo río de energía colectiva -hoy mezcla complicada de muy añejos resentimientos y reclamos de clase, de una recién adquirida conciencia del potencial político de los siempre marginados más la vaga esperanza de un futuro mejor- que normalmente no se manifiesta pues corre por un cauce subterráneo, por concavidades producto de siglos de cultura de la subordinación, la explotación, la discriminación y la represión. La última vez que ese río emergió a la superficie política de México fue durante el cardenismo. En cualquier caso, su correr por el exterior dejó huella clara pero breve, pues el liderazgo autoritario del PRI lo volvió a su antiguo cauce en el subsuelo social y cultural mexicano. En 1994, en Chiapas, el neozapatismo intentó sacar a la luz del día ese río subterráneo pero finalmente no fue el caso. Inesperadamente, las elecciones del 2006 -la crisis postelectoral- parecieran tener el potencial de volver a la superficie lo que por muchos años ha estado escondido.
En cualquier sociedad, la acción política normal pareciera ser, y generalmente lo es, un asunto que sólo concierne a las élites. Las más de las veces, las mayorías parecieran ser -y de hecho son- meros objetos de fuerzas cuya naturaleza real esas mayorías ignoran. Incluso cuando la ciudadanía acude a las urnas, su capacidad para actuar en función de sus propios intereses es limitada pues las condiciones en que vota son moldeadas por las acciones e intereses de las minorías.
Lo que está ocurriendo hoy en México no puede caracterizarse como "política normal". Un sector de las capas populares que, sin ser mayoría, es muy numeroso, se ha politizado muy rápidamente, se resiste a volver a las márgenes del sistema de poder y está desafiando, pacífica pero consistentemente, un orden que todos los indicadores disponibles de distribución del ingreso, de desarrollo humano y el propio sentido común, muestran que redunda en un beneficio exagerado e ilegítimo de los pocos en detrimento de los muchos.
El momento del quiebre
Es posible que la energía política de las otrora llamadas "clases peligrosas" y hoy "populares", no hubiera emergido a la superficie si la campaña electoral se hubiera conducido de una forma menos dura y parcial. Claro que sin esa parcialidad, es posible que el 2 de julio la derecha ni siquiera hubiera tenido la pequeña ventaja de medio por ciento que finalmente alega haber tenido.
La campaña electoral real duró años y nunca se llevó a cabo en condiciones de equidad. Se desarrolló en un terreno donde el Presidente y otros actores impidieron el "juego limpio". Para empezar, en el 2003, las dos fuerzas dominantes en el Congreso federal -el PRI y el PAN- decidieron dar forma a una directiva del Instituto Federal Electoral (IFE) "a modo". En efecto, de los nueve consejeros encargados de dirigir a la institución, cuatro lo fueron a propuesta del PAN y cinco del PRI, incluido el consejero presidente. Poco importó a los diseñadores de ese consejo -entre ellos y notablemente, Elba Esther Gordillo- la marginación del PRD de ese proceso, tampoco importó que la experiencia en materia electoral de algunos consejeros fuera nula, que su cercanía con las cúpulas de los partidos que les propusieron fuera mucha e, incluso, que uno de ellos simplemente no tuviera el grado universitario exigido por la ley.
Pero más que la naturaleza de la directiva de la institución electoral, fue la naturaleza de la acción de la Presidencia de la República, la que hizo del terreno electoral del 2006 un campo impropio para una lucha cívica donde pudiera prevalecer el espíritu de tolerancia, de respeto por el otro y de negociación. El primer paso fue echar a andar, desde "Los Pinos", el insensato proyecto de hacer de la esposa del Presidente la candidata presidencial "natural". La idea de una Eva Perón mexicana requería eliminar al único rival desde entonces muy peligroso: el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Fue así que la Presidencia puso en marcha, con el apoyo de los dos mismos partidos que habían dado forma a un IFE bajo sospecha, un plan que debía concluir en la neutralización de la candidatura de AMLO vía su desafuero por, supuestamente, no haber cumplido con la orden de un juez para detener a tiempo la apertura de una calle en la capital. La resistencia popular a este empeño por decidir la elección antes de llegar a las urnas fue el anticipo del actual movimiento social.
El broche de oro
En una reunión académica posterior al 2 de julio, un panista explicó que su partido había decidido usar la campaña electoral para subrayar sus diferencias con la izquierda. Ahora bien, según él, una vez terminada la campaña -y asegurado la victoria- todo debía dar un giro de 180 grados, dejar de lado las diferencias y buscar puntos de acuerdo y retornar a la normalidad. En la realidad, la estrategia panista de "subrayar diferencias" significó elaborar una campaña de medios para crear una atmósfera de miedo y descalificar a la izquierda sustentando un diagnóstico falso pero eficaz: AMLO era, ni más ni menos, que el equivalente mexicano de Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, para concluir que por eso era un "peligro para México". Esa decisión del PAN cercenó, implícitamente, a casi 15 millones de mexicanos del "proyecto nacional panista".
El evidente esfuerzo de la derecha, llevado a cabo desde dentro y fuera del gobierno, por cerrar la posibilidad de una alternancia derecha-izquierda que por un buen tiempo prefiguraron las encuestas, ha terminado por llevar a esa izquierda a recelar del camino electoral y a empujarla a organizarse ya no en función de las urnas, sino de una confrontación abierta, sistemática, permanente, con la derecha. Así, la supuesta conclusión de un "proceso electoral ejemplar" ha desembocado en una izquierda con base social pero recelosa del entramado institucional y que prefiere apostar por la movilización social como el mejor camino para hacer realidad el programa delineado por AMLO el domingo 13 de agosto: combate a la pobreza, a la "monstruosa" desigualdad, a la corrupción, a la forma en que se ha usado a los medios y las instituciones y, finalmente, impedir la privatización de los recursos nacionales (petróleo y electricidad).
El futuro
En nuestra recién nacida democracia política, se suponía que las masas sólo intervendrían en política cuando el calendario electoral lo autorizara. En contraste, la derecha, podía seguir haciéndolo de manera cotidiana vía el control del gobierno, el manejo del mensaje que dan los grandes medios de información, la acción de los cabilderos profesionales, de las cámaras empresariales, etcétera.
Si el proyecto encabezado por AMLO no se descarrila, la energía de las "clases perdedoras" que la frustración electoral ha impulsado hacia la organización y la acción política, podría dejar de ser el río subterráneo que hasta hoy ha sido y empezar a influir cuando y donde se considere apropiado, en la conformación de la agenda nacional, sin estar ya restringida sólo al tiempo de las urnas. Este movimiento, si bien no es un "peligro para México", sí podría serlo para el México de la derecha.
En fin, posiblemente el PAN supuso que el tiempo de los "contrastes" duros abarcaría sólo el tiempo de la campañas. Sin embargo, la izquierda está aprendiendo de sus adversarios y ha diseñando su propia política de "contraste" duro, con la diferencia de que esta vez se trataría de un contraste permanente. En fin, la izquierda puede llegar a tener masas entusiasmadas con la idea de llevar la democracia del plano meramente electoral -la "República simulada"- al social, situación que no se había dado desde ese lejano tiempo en que nació el PAN, justo como reacción a la política de masas del cardenismo
Un momento raro
No son frecuentes los tiempos en que las clases subordinadas, o al menos una parte significativa de ellas, se muestren capaces de intentar una actividad política de largo plazo por su cuenta y riesgo. Posiblemente lo más significativo de la elección del pasado 2 de julio en México termine por ser -y ésta es una mera conjetura, una hipótesis de trabajo- no el resultado mismo de la votación, ni lo que haga o deje de hacer al respecto el aparato institucional relacionado con ese tema, sino que el proceso se haya convertido, sin que nadie realmente lo previera, en el detonador de un movimiento social y político de naturaleza popular y masiva, que lo mismo puede resultar efímero que consolidarse y cambiar la naturaleza misma de la política mexicana en los años por venir.
Y es que ese movimiento, si finalmente se sostiene, puede empujar hacia la superficie a un viejo río de energía colectiva -hoy mezcla complicada de muy añejos resentimientos y reclamos de clase, de una recién adquirida conciencia del potencial político de los siempre marginados más la vaga esperanza de un futuro mejor- que normalmente no se manifiesta pues corre por un cauce subterráneo, por concavidades producto de siglos de cultura de la subordinación, la explotación, la discriminación y la represión. La última vez que ese río emergió a la superficie política de México fue durante el cardenismo. En cualquier caso, su correr por el exterior dejó huella clara pero breve, pues el liderazgo autoritario del PRI lo volvió a su antiguo cauce en el subsuelo social y cultural mexicano. En 1994, en Chiapas, el neozapatismo intentó sacar a la luz del día ese río subterráneo pero finalmente no fue el caso. Inesperadamente, las elecciones del 2006 -la crisis postelectoral- parecieran tener el potencial de volver a la superficie lo que por muchos años ha estado escondido.
En cualquier sociedad, la acción política normal pareciera ser, y generalmente lo es, un asunto que sólo concierne a las élites. Las más de las veces, las mayorías parecieran ser -y de hecho son- meros objetos de fuerzas cuya naturaleza real esas mayorías ignoran. Incluso cuando la ciudadanía acude a las urnas, su capacidad para actuar en función de sus propios intereses es limitada pues las condiciones en que vota son moldeadas por las acciones e intereses de las minorías.
Lo que está ocurriendo hoy en México no puede caracterizarse como "política normal". Un sector de las capas populares que, sin ser mayoría, es muy numeroso, se ha politizado muy rápidamente, se resiste a volver a las márgenes del sistema de poder y está desafiando, pacífica pero consistentemente, un orden que todos los indicadores disponibles de distribución del ingreso, de desarrollo humano y el propio sentido común, muestran que redunda en un beneficio exagerado e ilegítimo de los pocos en detrimento de los muchos.
El momento del quiebre
Es posible que la energía política de las otrora llamadas "clases peligrosas" y hoy "populares", no hubiera emergido a la superficie si la campaña electoral se hubiera conducido de una forma menos dura y parcial. Claro que sin esa parcialidad, es posible que el 2 de julio la derecha ni siquiera hubiera tenido la pequeña ventaja de medio por ciento que finalmente alega haber tenido.
La campaña electoral real duró años y nunca se llevó a cabo en condiciones de equidad. Se desarrolló en un terreno donde el Presidente y otros actores impidieron el "juego limpio". Para empezar, en el 2003, las dos fuerzas dominantes en el Congreso federal -el PRI y el PAN- decidieron dar forma a una directiva del Instituto Federal Electoral (IFE) "a modo". En efecto, de los nueve consejeros encargados de dirigir a la institución, cuatro lo fueron a propuesta del PAN y cinco del PRI, incluido el consejero presidente. Poco importó a los diseñadores de ese consejo -entre ellos y notablemente, Elba Esther Gordillo- la marginación del PRD de ese proceso, tampoco importó que la experiencia en materia electoral de algunos consejeros fuera nula, que su cercanía con las cúpulas de los partidos que les propusieron fuera mucha e, incluso, que uno de ellos simplemente no tuviera el grado universitario exigido por la ley.
Pero más que la naturaleza de la directiva de la institución electoral, fue la naturaleza de la acción de la Presidencia de la República, la que hizo del terreno electoral del 2006 un campo impropio para una lucha cívica donde pudiera prevalecer el espíritu de tolerancia, de respeto por el otro y de negociación. El primer paso fue echar a andar, desde "Los Pinos", el insensato proyecto de hacer de la esposa del Presidente la candidata presidencial "natural". La idea de una Eva Perón mexicana requería eliminar al único rival desde entonces muy peligroso: el jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Fue así que la Presidencia puso en marcha, con el apoyo de los dos mismos partidos que habían dado forma a un IFE bajo sospecha, un plan que debía concluir en la neutralización de la candidatura de AMLO vía su desafuero por, supuestamente, no haber cumplido con la orden de un juez para detener a tiempo la apertura de una calle en la capital. La resistencia popular a este empeño por decidir la elección antes de llegar a las urnas fue el anticipo del actual movimiento social.
El broche de oro
En una reunión académica posterior al 2 de julio, un panista explicó que su partido había decidido usar la campaña electoral para subrayar sus diferencias con la izquierda. Ahora bien, según él, una vez terminada la campaña -y asegurado la victoria- todo debía dar un giro de 180 grados, dejar de lado las diferencias y buscar puntos de acuerdo y retornar a la normalidad. En la realidad, la estrategia panista de "subrayar diferencias" significó elaborar una campaña de medios para crear una atmósfera de miedo y descalificar a la izquierda sustentando un diagnóstico falso pero eficaz: AMLO era, ni más ni menos, que el equivalente mexicano de Hugo Chávez, el presidente de Venezuela, para concluir que por eso era un "peligro para México". Esa decisión del PAN cercenó, implícitamente, a casi 15 millones de mexicanos del "proyecto nacional panista".
El evidente esfuerzo de la derecha, llevado a cabo desde dentro y fuera del gobierno, por cerrar la posibilidad de una alternancia derecha-izquierda que por un buen tiempo prefiguraron las encuestas, ha terminado por llevar a esa izquierda a recelar del camino electoral y a empujarla a organizarse ya no en función de las urnas, sino de una confrontación abierta, sistemática, permanente, con la derecha. Así, la supuesta conclusión de un "proceso electoral ejemplar" ha desembocado en una izquierda con base social pero recelosa del entramado institucional y que prefiere apostar por la movilización social como el mejor camino para hacer realidad el programa delineado por AMLO el domingo 13 de agosto: combate a la pobreza, a la "monstruosa" desigualdad, a la corrupción, a la forma en que se ha usado a los medios y las instituciones y, finalmente, impedir la privatización de los recursos nacionales (petróleo y electricidad).
El futuro
En nuestra recién nacida democracia política, se suponía que las masas sólo intervendrían en política cuando el calendario electoral lo autorizara. En contraste, la derecha, podía seguir haciéndolo de manera cotidiana vía el control del gobierno, el manejo del mensaje que dan los grandes medios de información, la acción de los cabilderos profesionales, de las cámaras empresariales, etcétera.
Si el proyecto encabezado por AMLO no se descarrila, la energía de las "clases perdedoras" que la frustración electoral ha impulsado hacia la organización y la acción política, podría dejar de ser el río subterráneo que hasta hoy ha sido y empezar a influir cuando y donde se considere apropiado, en la conformación de la agenda nacional, sin estar ya restringida sólo al tiempo de las urnas. Este movimiento, si bien no es un "peligro para México", sí podría serlo para el México de la derecha.
En fin, posiblemente el PAN supuso que el tiempo de los "contrastes" duros abarcaría sólo el tiempo de la campañas. Sin embargo, la izquierda está aprendiendo de sus adversarios y ha diseñando su propia política de "contraste" duro, con la diferencia de que esta vez se trataría de un contraste permanente. En fin, la izquierda puede llegar a tener masas entusiasmadas con la idea de llevar la democracia del plano meramente electoral -la "República simulada"- al social, situación que no se había dado desde ese lejano tiempo en que nació el PAN, justo como reacción a la política de masas del cardenismo
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