Autor: Ignacio Solares
Fecha: 01-Oct-2006
En una proclama de Miguel Miramón –quien también se autonombró presidente de la República Mexicana–, en diciembre de 1860, escribe: “La Providencia me ha puesto frente a los destinos de la nación y estoy bien penetrado de la responsabilidad que pesa sobre mí, hoy que nos encontramos en una crisis de tanta gravedad. Dios me ha dado la victoria en la guerra intestina que tanto nos ha desangrado, y confío en que me la dará en la guerra más justa, más noble y más santa: en la guerra por la independencia de México, por la defensa y la integridad de su suelo. No podemos avalar un tratado (el McLane-Ocampo, que daba libre tránsito a los estadunidenses en nuestro país) que viola la dignidad, la buena fe, la justicia y la equidad entre nuestras dos naciones. Ante esta trágica circunstancia, sólo podría desear que estuviéramos todos los mexicanos de nuevo unidos. De otra forma, veo grandes nubarrones en nuestro porvenir”.
Poco antes, Miramón había dado muestra de su entereza y del realismo con que veía la situación del momento (“que estuviéramos todos los mexicanos de nuevo unidos”). Recibió la visita de un diplomático yanqui, y al preguntarle éste de pasada cuál era su opinión sobre el tratado McLane-Ocampo, respondió sin una gota de duda que estaba dispuesto a morir antes que aceptar un documento tan indigno para México. Y subrayó, según nos cuenta José Fuentes Mares en su espléndido libro Miramón, el hombre: “Si estuviéramos los mexicanos unidos esto no sucedería. Nada nos vuelve tan vulnerables como la desunión”. Después, al saber que Juárez recibió a McLane oficialmente, dio por cierto que Washington dejaría caer el peso de su gran poder en el platillo del gobierno constitucionalista. Sin que pudiera adivinar lo que el apoyo diplomático de Estados Unidos significaría en el futuro de las contiendas mexicanas –pero con el antecedente de la invasión yanqui en el 47–, advertía su importancia y acertó en cuanto a sus consecuencias. Quienes en tiempos posteriores lucharon en México por el poder comprobaron dolorosamente la influencia que Estados Unidos tenía en nuestras elecciones presidenciales. Lo mismo en el caso de Miramón y de Juárez, que en el de Porfirio Díaz, en el de Madero, en el de Carranza o en el de Obregón, todos ellos podrían atestiguar que el reconocimiento de Washington exigió siempre un precio, por lo general el más gravoso de todos.
Por otra parte, es curioso observar que durante el siglo XIX los liberales fueron los amigos y los aliados de Estados Unidos (precisamente, el mejor ejemplo es Juárez), y los conservadores sus adversarios (Lucas Alamán y Miramón son los casos más notorios), mientras que en el siglo XX los papeles se invirtieron. Pero en uno y otro siglos, los enemigos de los estadunidenses han tenido que buscar aliados y protectores en otros sitios. En el siglo XIX, Miramón miraba hacia España y Francia; en el siglo pasado, Fidel Castro miraba hacia la URSS, y en este siglo XXI Chávez y Evo Morales miran hacia la propia Cuba.
En ocasiones, esa “intervención” en nuestros asuntos internos ha llegado al descaro, como en la carta que le dirigió Sam Houston en 1836 a Andrew Jackson, entonces presidente de Estados Unidos:
“México es un país con grandes recursos naturales que podría levantar cabeza bajo un gobierno responsable y honesto. Entre sus políticos hay hombres de grandes luces, relegados a segundo plano por los ambiciosos. Si alguno de ellos logra sostenerse en el poder, quizá México tenga la fuerza suficiente para reclamar el territorio del que ha empezado a ser despojado. Debemos, por tanto, fomentar la discordia civil por todos los medios a nuestro alcance y para ello puede sernos muy útil el general Antonio López de Santa Anna, quien en los últimos 10 años ha sido cabecilla de otros tantos pronunciamientos.”
Habría que subrayar la estrategia: “fomentar la discordia civil por todos los medios”, que se vincula sin remedio con el anhelo de Miramón de “estar los mexicanos de nuevo unidos”.
O, en este sentido, el informe del embajador estadunidense Lane Wilson en México al gobierno de Washington:
“Yo personalmente voy a poner orden aquí. Madero está irremediablemente perdido porque México está dentro de un verdadero caos de unos contra otros. La caída de Madero es sólo cuestión de días y depende tan sólo de un acuerdo que estoy negociando con el general Huerta y con Félix Díaz.”
Pero quizá ningún documento en este sentido sea tan revelador como la carta (rescatada por Frederich Kats) que le mandó Pancho Villa a Zapata en 1916, poco antes de que invadiera Columbus:
“Verá usted que la venta de nuestra patria a los Estados Unidos es hoy un hecho irreversible, y en tales circunstancias, por todas las razones expuestas anteriormente, decidimos no quemar un solo cartucho más en contra de nuestros hermanos mexicanos y prepararnos y organizarnos debidamente para defendernos de nuestro verdadero enemigo, el que siempre ha de estar fomentando los odios y provocando dificultades y rencillas entre nuestra raza.”
Decía Flaubert que la mayor trampa del diablo consiste en hacernos creer que no existe. En este sentido, si algo ha caracterizado a la política estadunidense –cuando no se descara abierta y brutalmente y muestra el tridente y la cola, como hemos visto– es actuar desde la sombra, entre telones, asomándose por el ojo de la cerradura, corrompiendo a quien se deje corromper, moviendo hilos aparentemente invisibles, enviando espías o consultores como Dick Morris (Proceso 1558: El gringo que sembró el odio). ¿Cuánto pudo influir de veras el gobierno de un presidente tan obcecado y maquiavélico como George W. Bush en nuestras recientes elecciones? Quizá nunca lo sabremos, pero sería ingenuo descartarlo. Lo cierto es que nada puede hacernos más daño ante esa embestida permanente –visible y a la vez oculta– que la desunión interna, intestina, como la llama Miramón. Si algo puede ayudarnos es un partido de izquierda –“la izquierda en México puede poner a Estados Unidos de rodillas ante la emergente izquierda latinoamericana”, dice Dick Morris– fuerte y unido. No hay duda, como dice Villa, “debemos organizarnos para defendernos de nuestro verdadero enemigo”. ¿Cómo lograr esa unión, mi estimado Andrés Manuel?
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