Los factores de la actual crisis política germinan en julio de 1988. Entre 1992 y 1994 se robustecen. Se nutren con el fin del ejido que convierte a 3 millones de campesinos en involuntarios propietarios y vendedores de parcelas, y los sucesivos asesinatos del Cardenal Posadas, Colosio y Ruiz Massieu. Crecen con la postulación priísta de ultratumba. Y se reproducen durante los comicios intermedios del sexenio de Ernesto Zedillo, realizados con base en la reforma y la ciudadanización electorales de 1996, vistas ambas como definitivas.
El ruido de una caterva de enanos de tapanco, enfrascada a fines de agosto de 1997 en una batalla campal para minimizar a la nueva minoría legislativa y desempeñar el papel protagónico en la instalación de la Cámara de Diputados, acaparó la atención de los agrupamientos cimeros del conservadurismo, los cuales ignoraron la pobreza en que habían caído 88 millones de habitantes con motivo de la inconsecuente apertura comercial de 1992, las "indispensables" transformaciones estructurales efectuadas durante los tres años anteriores y el desastre económico que comenzó el 19 de diciembre de 1994. La ciudadanización de los organismos electorales fue considerada como la solución a los males políticos de la República. La República abstracta.
Quienes consolidaron la reforma, también se abstuvieron de considerar la pobreza en que sumieron a millones de habitantes las privatizaciones de la industria química, la minería, la siderurgia, y la apertura a la inversión extranjera directa de las manufacturas, las aseguradoras, la exhibición cinematográfica, la televisión estatal, las cadenas de tiendas departamentales y la banca. El pago de los 50 mil millones de dólares que el presidente Clinton facilitó en 1995 para evitar la final postración de la economía, hubo de garantizarlo el presidente Zedillo con una incosulta hipoteca petrolera y un plan de ajuste extremo. Quedaron cesantes miles de trabajadores más, y la nación pasó a ser gobernada por un grosero cártel de empresas comerciales.
La crisis postelectoral no se resolverá con las tradicionales componendas que Francisco Cárdenas Cruz denomina concertacesiones. La situación mexicana podría asimilarse a la francesa de junio de 1789, cuando cientos de delegados del tercer estado después de comparar sus precarias existencias, solicitaron una discusión política que el bonachón rey les niega. Al ver cerradas las puertas de los salones, se trasladaron al juego de pelota de Versalles donde el 17 de junio instalan la Asamblea Nacional. El 20 proclamaron su decisión de no dispersarse sino hasta después de dar a Francia una Constitución. El 14 de julio, la desposeída muchedumbre parisina asalta la Bastilla. La secundarían los campesinos en la provincia. El 4 de agosto la nobleza y el alto clero renuncian a sus privilegios. El 26 se hace pública la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. A una velocidad social sin precedentes, una población vista como palurda, analfabeta, ignorante, desinformada, acelera el derrumbe del régimen.
En unos cuantos días más se efectuará el rito del informe en un escenario que reproduce en símbolos las desigualdades que padece la gran mayoría de los mexicanos. El presidente seguramente señalará, como lo hiciera un antecesor, que a esos renegados "ni los oigo, ni los veo". Y quizá sea cierto. En las alturas del entorno iturbidista -monárquico, anacrónico, degradado-, los aplausos impiden escuchar demandas para reinstaurar la dignidad y la seguridad, dentro de un mundo manejado por minorías que reiteran cada día su desinterés por la vida y el bienestar de abultadas poblaciones nacionales.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
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