En los días recientes, frente al formidable movimiento de resistencia civil que se ha levantado contra el fraude electoral del pasado 2 de julio, la derecha no ha podido acertar a construir un discurso creíble que desvirtúe las denuncias de la coalición Por el Bien de Todos. En su lugar, ha resucitado el viejo discurso priísta del "respeto a las instituciones". La coalición denuncia que 33 por ciento de las casillas revisadas en el reciente recuento contienen urnas embarazadas y que a 31 por ciento más de los paquetes revisados les fueron sustraídas boletas electorales. A más de 10 días de que terminó el recuento ni el PAN ni el IFE han explicado por qué hay casillas con más boletas de las que se entregaron por la mañana. ¿Quién introdujo las boletas sobrantes? ¿Por qué el IFE no declaró inconsistentes estas casillas? ¿Por qué no se abrieron para su revisión estos paquetes electorales? ¿Por qué el tribunal electoral no abrió todas las casillas embarazadas? ¿Por qué la televisión no informa que 33 por ciento de las casillas revisadas fueron literalmente taqueadas?
Ninguna respuesta de la derecha. Ninguna explicación. Lo único que nos dicen es que hay que acatar las resoluciones de las instituciones. Parece un discurso religioso más que político. Como si las instituciones fueran eternas. Como si nunca se equivocaran. Como si no fueran también alteradas, transformadas y hasta sustituidas a lo largo de la historia.
Los grandes acontecimientos ponen a prueba a las instituciones. Y algunas no resisten la prueba. Los grandes acontecimientos a veces sepultan a instituciones inservibles o generan nuevas instituciones. Si las instituciones nunca cambiaran, a estas fechas seguiríamos teniendo entre nuestras instituciones al tribunal del Santo Oficio y a la Santa Inquisición, sagradas e intocables instituciones de su tiempo. Tendríamos también el fuero militar o el fuero eclesiástico, instituciones también que parecían inalterables ya muy avanzado el siglo XIX. Más recientemente, ya en el XX, entre nuestras instituciones aparentemente inalterables estaba el partido de Estado, el Departamento del Distrito Federal, la Dirección Federal de Seguridad, entre otras. Todas esas instituciones y muchísimas más han desaparecido.
Las instituciones se transforman. No son sagradas. No son eternas. No son infalibles. Hace apenas una docena de años que fueron creadas instituciones como el IFE, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, e inclusive fue renovada al ciento por ciento la composición de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Todos estos cambios están relacionados con las transformaciones profundas que han ocurrido en la base de la sociedad. Pero desgraciadamente, algunas de estas instituciones se han envilecido tan pronto como se han creado. El presidente Vicente Fox, paradójicamente el primero que afirma tener plena legitimidad electoral, se ha encargado de corromper al presidente de la Suprema Corte, de enlodar a todo el Consejo General del IFE y de pudrir numerosas instituciones que supuestamente nacieron para fortalecer el cambio democrático. Esas instituciones han sido envilecidas con el objetivo de satisfacer el deseo presidencial de reproducir, a toda costa y a cualquier costo, a su grupo político y económico en el poder.
En esta delicada hora de transformación de México fallaron muchas instituciones. No sirven para que haya democracia en México. Están hechas para que nunca ganen los de abajo. Es hora de que el pueblo discuta cómo evaluamos a las instituciones, cómo renovamos las instituciones, cómo creamos nuevas instituciones. Y eso lo podemos hacer en el marco del verdadero Estado de derecho, es decir, de nuestra Constitución, porque el Estado de derecho es esencialmente un poder político acotado en sus atribuciones por los límites que una Constitución le impone y por los derechos que esta misma otorga al pueblo. La Constitución política del Estado Mexicano otorga al pueblo el derecho inalienable de modificar y alterar la forma de su gobierno.
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