La pluma agil de epigmenio ibarra nos da materia para nalizar
Para mirar el presente me remito al pasado. De dónde si no es de la historia de sus propias luchas que puede la izquierda aprender, reinventarse, marcarse una ruta de victoria. Me remito al pasado que me tocó vivir, allá en El Sur, aquí muy cerca, más cerca de lo que imaginamos. Decíamos, a finales de los 80, con otro compañero que había vivido también todo el proceso y cuando las fuerzas guerrilleras del FMLN entraban desarmadas y triunfantes a San Salvador, luego de más de 15 años de guerra, que la izquierda había perdido sus sueños; la derecha, una porción importante de su realidad y el país había salido ganando.
No había dejo de amargura en nuestros dichos. Una emoción, una alegría indescriptible hacía que mi cámara registrara titubeante esas escenas. Nunca imaginé vivir para contarlo. Había visto pelear y morir a esos muchachos y no podía dejar de pensar que celebraban ese día una victoria que habían pagado con sangre y que transformaría para siempre la historia de ese pequeño y entrañable país. A punta de fusil habían obligado a su enemigo a sentarse en la mesa. A punta de sangre y heroísmo habían hecho a Washington aceptar y promover los acuerdos de paz. El poderoso compartía mesa y futuro con el desarrapado.
Ciertamente no se había doblegado totalmente al ejército gubernamental en el campo de batalla. No ondeaba la bandera roja sobre las ruinas humeantes de su cuartel general. En su puesto seguían los grandes jefes militares y en la presidencia Alfredo Cristiani. Sin embargo, gracias a los acuerdos de paz se había decretado la disolución de los batallones de reacción inmediata, de la policía de Hacienda, de la Guardia Nacional y en los hechos, el ejército, que había jugado un papel protagónico por más de cuatro décadas, regresaba avergonzado y disminuido a los cuarteles de donde jamás debió haber salido.
La oligarquía, por su parte, se quedaba sin su cuerpo de sicarios y aun conservando el poder económico acababa de comenzar a aprender, con sangre también, que el poder político no era ya su patrimonio exclusivo.
Si los combates hubieran proseguido y se hubieran intensificado —algo muy difícil de creer luego de más de 75 mil muertos, centenares de miles de refugiados internos y más de un millón de refugiados en Honduras, México y EU— hubiera sido materialmente imposible hacerle al ejército las más de 15 mil bajas que el FMLN le hizo de un plumazo al firmar esos acuerdos de paz.
Quizás un colapso del ejército gubernamental, en la capital y en el oriente, mismo que estuvo cercano en la ofensiva de noviembre del 89, hubiera provocado la división del país, arrastrándolo a una guerra aun más larga y sangrienta. Así sucedió en Nicaragua. Faltó guerra revolucionaria que librar; la caída de Somoza incubó de inmediato la contrarrevolución. Las fuerzas de la Guardia Nacional estaban, cuando el dictador huyó, prácticamente intactas. Abandonaron el país sólo para ser pertrechadas por los Estados Unidos y para desgastar y desvirtuar —el enfrentamiento constante produce agotamiento, enfermedades sociales, corrupción— un proyecto revolucionario que en su momento conmocionó a América Latina.
Luego de muchos años de guerra extendida a lo largo y ancho del país, con excepción de algunos bolsones de seguridad gubernamental en la parte occidental, con un ejército guerrillero que llegó a tener más de diez mil combatientes que operaban hasta en el corazón mismo de la capital —cosa que sucedió ya muy tarde en Nicaragua— se consiguió en El Salvador una victoria que muchos dentro del país, en el resto de América Latina y especialmente en México, se apresuraron a desacreditar pero que era una victoria contundente, plena en tanto que era la victoria real, la posible, la que abría la posibilidad de disputar el poder en las urnas e instalar en El Salvador una verdadera democracia. No se instauró un gobierno socialista, es cierto, pero se sentaron las bases para que hoy la izquierda gobierne más de la mitad del país.
Quienes restaban y restan aún mérito a lo obtenido por la guerrilla salvadoreña lo hacían y lo hacen desde la comodidad de sus gabinetes sin haber puesto en riesgo el pellejo o bien desde la seguridad de sus refugios, allá en las selvas o las montañas a donde no ven jamás a un soldado enemigo, ahí donde libran una guerra sin tiempo, más ocupados en preservar sus propias fuerzas que en definir la guerra, la que ha terminado por convertirse en una profesión, en un modo de vivir de la muerte.
Los nuevos retos de la izquierda (segunda parte)
La victoria de las fuerzas guerrilleras en El Salvador, decíamos en este mismo espacio, fue una victoria real, la única posible. Hoy, sin embargo, quince años después y gobernando a más de 60 por ciento de la población, hay muchos en lo que queda de ese FMLN que ganó la guerra, en la izquierda latinoamericana y mexicana que no consideran los acuerdos de paz de Chapultepec un momento luminoso de nuestra historia. No lo hacen porque sufren ese mal crónico de la izquierda dogmática: son profesionales de la derrota.
Paradójicamente muchos de ellos, que no sólo tienen una larga tradición de lucha social sino que se expresan además en un lenguaje radical que no deja lugar a dudas de su pureza ideológica, fueron los menos activos en la lucha militar, a la que se incorporaron cuando no quedaba ya otro camino, cuando la dialéctica de la guerra revolucionaria derrumbó sus argumentos doctrinarios. Incorporados de última hora a la lucha jugaron un papel muy poco relevante en ella. Malos para combatir en tiempos de guerra han resultado extraordianarios para pelear en tiempos de paz.
Cuando se trataba de destruir al enemigo rehuían el combate. Hoy que se trata de construir el sistema que se consiguió tras los acuerdos de paz, trabajan codo a codo con sus enemigos de antaño para demolerlo. Porque también en la derecha hay profesionales de la derrota que si no lo tienen todo, como antes lo tenían, lo quieren destruir todo.
Eran ellos, los que se avergüenzan de los acuerdos de paz, los que tildan de traidores a quienes se sentaron en la mesa a negociar, los que más que combatir al ejército organizaban comandos asesinos, ejecutaban a funcionarios del gobierno, que detonaban bombas a distancia, que más que acciones militares hacían acciones terroristas. Nada heroico, nada revolucionario tiene detonar la bomba que mata indiscriminadamente civiles inocentes y militares comprometidos en el conflicto.
Moscú tiraba línea y los partidos comunistas tradicionales obedecían. La guerrilla era un juego infantil pequeñoburgués, había que esperar que se produjeran las condiciones subjetivas y objetivas para el estallido revolucionario. La represión, las víctimas inocentes de la misma, servían para agudizar las contradicciones y preparar el terreno. Cayeron así miles, decenas de miles abonando el terreno.
Cuando los frentes de masas dejaron de ofrecer sus pechos desarmados a las fuerzas represivas y comenzó por goteo la resistencia armada, se lanzaron anatemas y excomuniones. La lucha guerrillera salvadoreña nació entonces con una combinación de ex comunistas que no acataban más la línea de Moscú y jóvenes de clase media y orientación cristiana. Los movía el ejemplo del Ché y de él, más que doctrina, lo más científico de su acción justiciera: su locura.
Porque El Ché era loco, apasionadamente loco. Mienten muchos de los biógrafos que hablan de que Fidel lo abandonó en Bolivia. No entienden en absoluto ni la mística ni la realidad guerrillera de ese entonces. Menos todavía saben de las reglas de la guerra, de los avances tecnológicos de esa época. Combatir en Bolivia —como guerrillero— era como combatir en Marte. El Ché, como cualquier otro combatiente en ese tiempo, quemó sus naves al salir de Cuba.
Se fue a la montaña acompañado de un puñado de hombres sin más comunicación con La Habana que algunos mensajes trasmitidos por Radio Habana, logrando a veces contacto con mensajeros que semanas atrás habían abandonado la isla y con el propósito de levantar desde ahí a toda América Latina. Loco estaba pues quien pretendía eso; locos quienes en un país pensaban que sólo un puñado podría derrotar a un ejército entero que contaba además con el apoyo total de los Estados Unidos.
Al Ché lo abandonó el partido comunista boliviano. En El Salvador sin un papel relevante en la lucha armada los antiguos dirigentes del partido comunista se quedaron, terminada la guerra con el control del FMLN. De ese FMLN integrado por locos a los que antes habían excomulgado.
Locos que superaron al calor de la confrontación con la oligarquía las diferencias que los llevaban antes a matarse entre ellos. Locos que condujeron una guerra imposible y derrotaron en el terreno al ejército mejor entrenado y pertrechado de América Latina, locos que condujeron un exitoso proceso de negociación con Washington sentado en la mesa pero cuya locura no alcanzó, desgraciadamente, para impedir que quienes se avergüenzan de la victoria se hayan apropiado de ella
Para mirar el presente me remito al pasado. De dónde si no es de la historia de sus propias luchas que puede la izquierda aprender, reinventarse, marcarse una ruta de victoria. Me remito al pasado que me tocó vivir, allá en El Sur, aquí muy cerca, más cerca de lo que imaginamos. Decíamos, a finales de los 80, con otro compañero que había vivido también todo el proceso y cuando las fuerzas guerrilleras del FMLN entraban desarmadas y triunfantes a San Salvador, luego de más de 15 años de guerra, que la izquierda había perdido sus sueños; la derecha, una porción importante de su realidad y el país había salido ganando.
No había dejo de amargura en nuestros dichos. Una emoción, una alegría indescriptible hacía que mi cámara registrara titubeante esas escenas. Nunca imaginé vivir para contarlo. Había visto pelear y morir a esos muchachos y no podía dejar de pensar que celebraban ese día una victoria que habían pagado con sangre y que transformaría para siempre la historia de ese pequeño y entrañable país. A punta de fusil habían obligado a su enemigo a sentarse en la mesa. A punta de sangre y heroísmo habían hecho a Washington aceptar y promover los acuerdos de paz. El poderoso compartía mesa y futuro con el desarrapado.
Ciertamente no se había doblegado totalmente al ejército gubernamental en el campo de batalla. No ondeaba la bandera roja sobre las ruinas humeantes de su cuartel general. En su puesto seguían los grandes jefes militares y en la presidencia Alfredo Cristiani. Sin embargo, gracias a los acuerdos de paz se había decretado la disolución de los batallones de reacción inmediata, de la policía de Hacienda, de la Guardia Nacional y en los hechos, el ejército, que había jugado un papel protagónico por más de cuatro décadas, regresaba avergonzado y disminuido a los cuarteles de donde jamás debió haber salido.
La oligarquía, por su parte, se quedaba sin su cuerpo de sicarios y aun conservando el poder económico acababa de comenzar a aprender, con sangre también, que el poder político no era ya su patrimonio exclusivo.
Si los combates hubieran proseguido y se hubieran intensificado —algo muy difícil de creer luego de más de 75 mil muertos, centenares de miles de refugiados internos y más de un millón de refugiados en Honduras, México y EU— hubiera sido materialmente imposible hacerle al ejército las más de 15 mil bajas que el FMLN le hizo de un plumazo al firmar esos acuerdos de paz.
Quizás un colapso del ejército gubernamental, en la capital y en el oriente, mismo que estuvo cercano en la ofensiva de noviembre del 89, hubiera provocado la división del país, arrastrándolo a una guerra aun más larga y sangrienta. Así sucedió en Nicaragua. Faltó guerra revolucionaria que librar; la caída de Somoza incubó de inmediato la contrarrevolución. Las fuerzas de la Guardia Nacional estaban, cuando el dictador huyó, prácticamente intactas. Abandonaron el país sólo para ser pertrechadas por los Estados Unidos y para desgastar y desvirtuar —el enfrentamiento constante produce agotamiento, enfermedades sociales, corrupción— un proyecto revolucionario que en su momento conmocionó a América Latina.
Luego de muchos años de guerra extendida a lo largo y ancho del país, con excepción de algunos bolsones de seguridad gubernamental en la parte occidental, con un ejército guerrillero que llegó a tener más de diez mil combatientes que operaban hasta en el corazón mismo de la capital —cosa que sucedió ya muy tarde en Nicaragua— se consiguió en El Salvador una victoria que muchos dentro del país, en el resto de América Latina y especialmente en México, se apresuraron a desacreditar pero que era una victoria contundente, plena en tanto que era la victoria real, la posible, la que abría la posibilidad de disputar el poder en las urnas e instalar en El Salvador una verdadera democracia. No se instauró un gobierno socialista, es cierto, pero se sentaron las bases para que hoy la izquierda gobierne más de la mitad del país.
Quienes restaban y restan aún mérito a lo obtenido por la guerrilla salvadoreña lo hacían y lo hacen desde la comodidad de sus gabinetes sin haber puesto en riesgo el pellejo o bien desde la seguridad de sus refugios, allá en las selvas o las montañas a donde no ven jamás a un soldado enemigo, ahí donde libran una guerra sin tiempo, más ocupados en preservar sus propias fuerzas que en definir la guerra, la que ha terminado por convertirse en una profesión, en un modo de vivir de la muerte.
Los nuevos retos de la izquierda (segunda parte)
La victoria de las fuerzas guerrilleras en El Salvador, decíamos en este mismo espacio, fue una victoria real, la única posible. Hoy, sin embargo, quince años después y gobernando a más de 60 por ciento de la población, hay muchos en lo que queda de ese FMLN que ganó la guerra, en la izquierda latinoamericana y mexicana que no consideran los acuerdos de paz de Chapultepec un momento luminoso de nuestra historia. No lo hacen porque sufren ese mal crónico de la izquierda dogmática: son profesionales de la derrota.
Paradójicamente muchos de ellos, que no sólo tienen una larga tradición de lucha social sino que se expresan además en un lenguaje radical que no deja lugar a dudas de su pureza ideológica, fueron los menos activos en la lucha militar, a la que se incorporaron cuando no quedaba ya otro camino, cuando la dialéctica de la guerra revolucionaria derrumbó sus argumentos doctrinarios. Incorporados de última hora a la lucha jugaron un papel muy poco relevante en ella. Malos para combatir en tiempos de guerra han resultado extraordianarios para pelear en tiempos de paz.
Cuando se trataba de destruir al enemigo rehuían el combate. Hoy que se trata de construir el sistema que se consiguió tras los acuerdos de paz, trabajan codo a codo con sus enemigos de antaño para demolerlo. Porque también en la derecha hay profesionales de la derrota que si no lo tienen todo, como antes lo tenían, lo quieren destruir todo.
Eran ellos, los que se avergüenzan de los acuerdos de paz, los que tildan de traidores a quienes se sentaron en la mesa a negociar, los que más que combatir al ejército organizaban comandos asesinos, ejecutaban a funcionarios del gobierno, que detonaban bombas a distancia, que más que acciones militares hacían acciones terroristas. Nada heroico, nada revolucionario tiene detonar la bomba que mata indiscriminadamente civiles inocentes y militares comprometidos en el conflicto.
Moscú tiraba línea y los partidos comunistas tradicionales obedecían. La guerrilla era un juego infantil pequeñoburgués, había que esperar que se produjeran las condiciones subjetivas y objetivas para el estallido revolucionario. La represión, las víctimas inocentes de la misma, servían para agudizar las contradicciones y preparar el terreno. Cayeron así miles, decenas de miles abonando el terreno.
Cuando los frentes de masas dejaron de ofrecer sus pechos desarmados a las fuerzas represivas y comenzó por goteo la resistencia armada, se lanzaron anatemas y excomuniones. La lucha guerrillera salvadoreña nació entonces con una combinación de ex comunistas que no acataban más la línea de Moscú y jóvenes de clase media y orientación cristiana. Los movía el ejemplo del Ché y de él, más que doctrina, lo más científico de su acción justiciera: su locura.
Porque El Ché era loco, apasionadamente loco. Mienten muchos de los biógrafos que hablan de que Fidel lo abandonó en Bolivia. No entienden en absoluto ni la mística ni la realidad guerrillera de ese entonces. Menos todavía saben de las reglas de la guerra, de los avances tecnológicos de esa época. Combatir en Bolivia —como guerrillero— era como combatir en Marte. El Ché, como cualquier otro combatiente en ese tiempo, quemó sus naves al salir de Cuba.
Se fue a la montaña acompañado de un puñado de hombres sin más comunicación con La Habana que algunos mensajes trasmitidos por Radio Habana, logrando a veces contacto con mensajeros que semanas atrás habían abandonado la isla y con el propósito de levantar desde ahí a toda América Latina. Loco estaba pues quien pretendía eso; locos quienes en un país pensaban que sólo un puñado podría derrotar a un ejército entero que contaba además con el apoyo total de los Estados Unidos.
Al Ché lo abandonó el partido comunista boliviano. En El Salvador sin un papel relevante en la lucha armada los antiguos dirigentes del partido comunista se quedaron, terminada la guerra con el control del FMLN. De ese FMLN integrado por locos a los que antes habían excomulgado.
Locos que superaron al calor de la confrontación con la oligarquía las diferencias que los llevaban antes a matarse entre ellos. Locos que condujeron una guerra imposible y derrotaron en el terreno al ejército mejor entrenado y pertrechado de América Latina, locos que condujeron un exitoso proceso de negociación con Washington sentado en la mesa pero cuya locura no alcanzó, desgraciadamente, para impedir que quienes se avergüenzan de la victoria se hayan apropiado de ella
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