sábado, agosto 05, 2006

¿Cuándo fue que se jodió? Armando Bartra Sábado 5 de agosto de 2006

¿ Cuándo fue que se jodió Perú?, se pregunta Zavalita al inicio de la novela de Vargas Llosa Conversación en la catedral. ¿Cuándo fue que se jodió la joven democracia mexicana?, me pregunto.

No se jodió durante la truculenta campaña electoral, no se jodió el 2 de julio ni durante los "atípicos" conteos del Instituto Federal Electoral, menos se jodió porque millones de ciudadanos manifiesten en las calles su incredulidad. Se jodió mucho antes.

La debutante democracia mexicana se jodió cuando Vicente Fox tomó la malhadada decisión de impedir a toda costa que el candidato de la izquierda llegara a la Presidencia. A la adolescente democracia mexicana la jodieron el 20 de febrero de 2004, en un cuarto del hotel Chapultepec donde se reunieron a conspirar cuatro perdularios: el representante del procurador general de la República, un delegado del Centro de Investigación y Seguridad Nacional, el jefe de la bancada del Partido Acción Nacional (PAN) en el Senado y un empresario corrupto que había invertido en el Partido de la Revolución Democrática pensando cobrarse con contratos, pero se topó con el necio de López Obrador. "Haré todo lo necesario para que este güey no llegue" (Olga Wornat, Proceso 1427, 7/3/04), había dicho el extorsionador, y unas semanas después vendía videos emponzoñados a los personeros de un Presidente que compartía su propósito.

Y como los videoescándalos no reventaron a López Obrador, el mandatario decidió desaforarlo, enjuiciarlo e inhabilitarlo políticamente contando para ello con la Procuraduría General de la República (PGR), los diputados del PAN y del Revolucionario Institucional, el presidente de la Suprema Corte, la cúpula empresarial, la jerarquía eclesiástica y los principales medios de comunicación. Fox llamó a la conjura "la decisión más difícil de mi sexenio", reconociendo que no se trataba de procurar justicia -ámbito donde la PGR es autónoma y el mandatario no tiene nada que decidir- sino de una ilegal empresa política del Presidente. Y si bien la andanada no acabó con López Obrador si pasó a joder a la incipiente democracia que con tanto amor ha- bíamos arrullado.

Todos sabemos quién apuñaló a nuestra impúber, tierna, amadísima democracia. Fue el mayordomo. El responsable de mantener la casa en orden, que un día enloqueció y llegó hasta el crimen con tal de cerrar el paso a su presunto sucesor y heredar el puesto a uno de sus familiares.

Desde el momento en que el Presidente echó a andar el complot contra la candidatura de López Obrador las elecciones de 2006 quedaron en entredicho, irremisiblemente manchadas. Y lejos de diluirse, la mancha se extendió, pues pese a los frentazos Fox y sus cómplices se empecinaron en el intento. Y lo hicieron con descaro, sin el mínimo rubor: López Obrador "es un peligro para México" y "no lo vamos a dejar pasar", en cambio a Calderón "lo vamos a apoyar con todo", dijo el Presidente al líder del Partido Verde Ecologista de México. La conversación fue a finales del año pasado, se hizo pública y Fox no la desmintió. ¿A qué horas, si se la pasaba en los medios proclamando los vicios del "populismo" y las virtudes de la "continuidad"?

En estas condiciones sólo quedaban dos escenarios: López Obrador gana las elecciones superando los golpes bajos o el vencedor es otro -cualquiera- y su triunfo es ilegítimo, pues fue allanado por la falta de equidad electoral. El matiz es que una gran diferencia de votos atenúa la ilegitimidad, mientras con un margen pequeño la inequidad deviene fraude. Porque las trapacerías acumuladas manchan un triunfo holgado, pero invalidan uno estrecho.

Después de dos años de videos, desafuero, campaña de odio y militancia electoral del Presidente, los medios y los empresarios, solapada por el árbitro, ¿alguien puede sostener que a López Obrador le ganaron en buena ley? Como tampoco es admisible que los "abajo firmantes" se hagan de la vista gorda frente al cochinero con tal de salvar las instituciones; un "patrimonio público que nadie debe lesionar", pero que la militancia electoral del Presidente dañó desde hace rato sin que ellos firmaran desplegados.

Estamos en un brete. La democracia mexicana no ha muerto, pero se encuentra en terapia intensiva. Y paradójicamente, quienes pueden salvarla no son los del respeto a las instituciones, sino los millones que llenan las calles reivindicando más a su candidato que a los principios abstractos del estado de derecho. Porque hoy la democracia tiene nombre y apellido. No porque López Obrador sea un creído, sino porque los enemigos de la democracia son los enemigos del tabasqueño; un "populista", "naco" y "renegado", que por ser un "peligro para México" justifica el alevoso descontón, la puñalada trapera, el "fraude patriótico".

Si las tropelías cometidas antes, durante y después de la elección no se reconocen, y en lo posible se rectifican, se transmitirá un mensaje ominoso: en México la izquierda no puede llegar al poder por la vía electoral, no por falta de votos, sino porque no se lo vamos a permitir. Con dos saldos mayores: crecimiento de la abstención y fortalecimiento de la oposición contrainstitucional.

Hoy es vital luchar contra la imposición; una lucha en la que caben todos, inclusive quienes lloran como abstencionistas conversos lo que no supieron defender como votantes. Porque algunos que durante la campaña llamaron a no sufragar -o publicitaron sus razones para abstenerse- el 3 de julio amanecieron furibundos defensores del sufragio ajeno. Con la diferencia de que los millones que votaron por López Obrador se ponen amarillos de coraje porque los poderes destriparon la democracia con tal de frenar a su gallo, mientras que los abstinentes se indignan en seco

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