Por: Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
Fecha publicación:27/10/2006
Suele decirse que la nota definitoria del periodismo es la búsqueda de la “objetividad”, de la “verdad” por sobre todas las cosas. ¡Tamaña empresa! Tan difícil como lo es en las ciencias, o en la filosofía. ¡La búsqueda de la verdad! Pero… ¿será posible?
El oficio del periodismo es algo moderno, muy reciente en nuestra historia como especie. Tiene que ver con las sociedades masificadas, cuando los medios de comunicación hacen su entrada triunfal (imprenta ante todo; luego, mucho más tarde, la radio, después la televisión). La figura del periodista moderno, si desechamos todas las tradiciones orales de las distintas civilizaciones -que no podríamos equiparar al periodismo moderno en sentido estricto-, es algo intrínseco al capitalismo naciente, cuando las novedosas tecnologías permiten la difusión masiva de noticias e información y cuando una persona comienza a ocuparse regularmente de ese oficio. En ese sentido, el periodista y toda la parafernalia con que se guía en su práctica cotidiana (preparación académica, códigos técnicos de trabajo, axiología específica) pasan a tener un estatuto propio. Surge ahí, entonces, la ética periodística.
Hoy, ya con dos o tres siglos de ejercicio profesional de esta profesión, esa ética es parte cotidiana de la formación periodística, de su lenguaje habitual, de su ámbito propio, y también de la cultura general. Todos sabemos, en mayor o menor medida, que cuando hablamos de las características de un buen periodismo, hablamos de la objetividad.
Pero ¿qué significa realmente eso?
Se juega ahí uno de los tantos mitos modernos. La ideología que nos trajo el mundo de la revolución científico-técnica occidental, el mundo de la industria avasallante es, entre otras cosas, la búsqueda de la verdad por la verdad misma. Desde el Renacimiento en adelante la garantía de la verdad ya no está en dios sino en la razón humana. La verdad deja de ser la “adecuación de la realidad y el intelecto” para pasar a ser verdad humana, relativa, histórica. En el mundo material, y más aún con la ola positivista del siglo XIX, esa verdad estuvo puesta en la potencia incuestionable de las ciencias naturales (las ciencias “duras”); ahí, la objetividad parece intocable. En el mundo social, humano, histórico, esas verdades se muestran mucho más relativas, coyunturales. Ahí, pareciera, todo es más “opinable”.
Siguiendo ese modelo, el periodismo -o, si queremos decirlo con la terminología que fue imponiéndose más recientemente: la comunicación social-, si bien busca la objetividad, la verdad ante todo, abre interrogantes. Sabiendo que la comunicación humana es una eterna puerta abierta al equívoco, al malentendido, sabiendo que el periodismo es un ejercicio más de orden cultural que manipulación de “cosas” al modo de las ciencias duras, las pretensiones de objetividad y neutralidad que nos legara el positivismo científico caen.
Si bien no podemos invitar a un subjetivismo insostenible en la práctica profesional de la comunicación social, con un mínimo de honestidad debemos entender que la búsqueda de “neutralidad” en los asuntos sociales, de la objetividad como un valor último en sí mismo, es una aspiración, un ideal. Pero no puede pasar de eso. Sucede como con las estrellas: son inalcanzables, pero nos marcan el camino.
En el ámbito periodístico, como bien dijo el comunicador colombiano Javier Restrepo: “Esa ilusión de objetividad desaparece cuando intervienen las inevitables tomas de posición, implicadas en la decisión entre varios hechos que pueden ser convertidos en noticia: ¿cuáles se cubren y cuáles se silencian? Al optar por un determinado hecho, viene un segundo paso: las fuentes que se consultaron: ¿por qué esas y no otras? Se repite el fenómeno cuando el periodista utiliza el material proporcionado por las fuentes, porque debe seleccionar unas partes y descartar otras: ¿con qué criterio se hace la selección? Y las decisiones continúan al preferir un enfoque a otros, al titular, al subtitular, al diagramar, al ilustrar. En todas estas etapas se mantiene vivo el riesgo de que las posiciones subjetivas impidan la objetividad”.
Al tener que contarle a otro lo que pasó, al informarle a un tercero sobre un hecho, la objetividad y la neutralidad no pueden mantenerse. Quien relata está siempre posicionado; es decir: ve “un” mundo, “una” realidad. ¿Acaso no tienen ideologías los periodistas?
Pero ahí viene lo fundamental: el ejercicio del periodismo no es una práctica autónoma. Salvo contadísimas excepciones (la excepción confirma la regla), los periodistas son trabajadores en relación de dependencia con las grandes empresas de comunicación; por tanto deben amoldarse a las exigencias patronales, y la línea conceptual del medio para el que trabajan no la fijan ellos. Se abre ahí, entonces, un dilema: el periodista profesional no informa lo que ve sino lo que el medio para el que trabaja le exige que informe. Disyuntiva muy difícil de superar, por cierto.
En todo caso, como atinadamente dijo Victoria Camps, “lo que el buen informador debe proponerse no es tanto ser objetivo cuanto creíble”.
Distintos códigos de conducta profesional recalcan el deber de la absoluta objetividad en el ejercicio de la práctica periodística, así como el derecho del público a esa clase de información, o la necesidad de despojar el ánimo de prejuicios, o el rechazo de presiones de los empleadores para que se acomode la versión de los hechos a sus intereses, o el repudio de la mentira como práctica profesional, o la técnica de consultar documentos probatorios y de buscar los hechos mismos; o, incluso, la apelación a la conciencia y a la responsabilidad ante la opinión para informar verazmente. Pero ninguna de estas tablas de valores garantiza la neutralidad. Los seres humanos no somos neutros, ni podremos serlo nunca. Tomamos partido. Pero ello no quiere decir que el entramado mediático que se fue forjando en este desarrollo del gran capital con modernas tecnologías de punta -una enorme empresa que mueve cifras astronómicas y que dispone de un poder de penetración cultural casi infinito- tenga el derecho de “vendernos la realidad que el poder desee”.
Hoy por hoy -lo vemos a diario con crueldad desoladora- los medios masivos de comunicación sólo en contadas ocasiones informan con altura; en general son, por el contrario, grandes empresas lucrativas dedicadas a la manipulación emotiva, a la venta de espacios publicitarios y a la transmisión de cualquier cosa menos objetividad. No puede equipararse a todos los periodistas y decir que todos por igual son parte de esa gran maquinaria mediática engañosa que se ha ido creado. La disyuntiva para todos ellos es o buscar esa pureza objetiva, o sobrevivir. Así de simple, así de crudo. Y la sobrevivencia se impone, por cierto. Pero por la sobrevivencia -huelga decirlo- se pueden cometer las peores barbaridades; veamos, por caso, las brutalidades a que ya nos tienen acostumbrados los medios masivos de comunicación: mentiras, engaños, manipulaciones, informaciones parciales, programaciones tontas, superficiales, sensacionalismo sentimentaloide, bajo nivel ético y estético, tontera barata sobre reflexión seria, chisme sobre conocimiento profundo. Todo eso es lo que hacen los periodistas empleados por las grandes empresas de la industria mediática.
¿Podrá en algún momento el periodismo profesional ser verdaderamente objetivo? Claro que sí. Dadas las circunstancias, hoy no es la regla por cierto; pero sin dudas que también es posible. Muchas veces a costa de la propia vida. Prueba de ello es la cantidad de comunicadores muertos toda vez que informan “demasiado”, que informan con objetividad. Seguramente no hay profesión más peligrosa que la de periodista cuando se toma en serio su implicancia social, cuando se pretende ser verdaderamente creíble.
Los llamados medios alternativos -amplio espectro que da para todo, por supuesto- son la prueba palpable que cuando no está en juego el lucro empresarial se puede ser, si bien no absolutamente objetivo, al menos veraz. Es decir: se puede informar con honestidad sin ocultar los principios y valores desde donde se informa. Hoy, ya con dos o tres siglos de ejercicio profesional de esta profesión, esa ética es parte cotidiana de la formación periodística, de su lenguaje habitual, de su ámbito propio, y también de la cultura general. Todos sabemos, en mayor o menor medida, que cuando hablamos de las características de un buen periodismo, hablamos de la objetividad.
Pero ¿qué significa realmente eso?
Se juega ahí uno de los tantos mitos modernos. La ideología que nos trajo el mundo de la revolución científico-técnica occidental, el mundo de la industria avasallante es, entre otras cosas, la búsqueda de la verdad por la verdad misma. Desde el Renacimiento en adelante la garantía de la verdad ya no está en dios sino en la razón humana. La verdad deja de ser la “adecuación de la realidad y el intelecto” para pasar a ser verdad humana, relativa, histórica. En el mundo material, y más aún con la ola positivista del siglo XIX, esa verdad estuvo puesta en la potencia incuestionable de las ciencias naturales (las ciencias “duras”); ahí, la objetividad parece intocable. En el mundo social, humano, histórico, esas verdades se muestran mucho más relativas, coyunturales. Ahí, pareciera, todo es más “opinable”.
Siguiendo ese modelo, el periodismo -o, si queremos decirlo con la terminología que fue imponiéndose más recientemente: la comunicación social-, si bien busca la objetividad, la verdad ante todo, abre interrogantes. Sabiendo que la comunicación humana es una eterna puerta abierta al equívoco, al malentendido, sabiendo que el periodismo es un ejercicio más de orden cultural que manipulación de “cosas” al modo de las ciencias duras, las pretensiones de objetividad y neutralidad que nos legara el positivismo científico caen.
Si bien no podemos invitar a un subjetivismo insostenible en la práctica profesional de la comunicación social, con un mínimo de honestidad debemos entender que la búsqueda de “neutralidad” en los asuntos sociales, de la objetividad como un valor último en sí mismo, es una aspiración, un ideal. Pero no puede pasar de eso. Sucede como con las estrellas: son inalcanzables, pero nos marcan el camino.
En el ámbito periodístico, como bien dijo el comunicador colombiano Javier Restrepo: “Esa ilusión de objetividad desaparece cuando intervienen las inevitables tomas de posición, implicadas en la decisión entre varios hechos que pueden ser convertidos en noticia: ¿cuáles se cubren y cuáles se silencian? Al optar por un determinado hecho, viene un segundo paso: las fuentes que se consultaron: ¿por qué esas y no otras? Se repite el fenómeno cuando el periodista utiliza el material proporcionado por las fuentes, porque debe seleccionar unas partes y descartar otras: ¿con qué criterio se hace la selección? Y las decisiones continúan al preferir un enfoque a otros, al titular, al subtitular, al diagramar, al ilustrar. En todas estas etapas se mantiene vivo el riesgo de que las posiciones subjetivas impidan la objetividad”.
Al tener que contarle a otro lo que pasó, al informarle a un tercero sobre un hecho, la objetividad y la neutralidad no pueden mantenerse. Quien relata está siempre posicionado; es decir: ve “un” mundo, “una” realidad. ¿Acaso no tienen ideologías los periodistas?
Pero ahí viene lo fundamental: el ejercicio del periodismo no es una práctica autónoma. Salvo contadísimas excepciones (la excepción confirma la regla), los periodistas son trabajadores en relación de dependencia con las grandes empresas de comunicación; por tanto deben amoldarse a las exigencias patronales, y la línea conceptual del medio para el que trabajan no la fijan ellos. Se abre ahí, entonces, un dilema: el periodista profesional no informa lo que ve sino lo que el medio para el que trabaja le exige que informe. Disyuntiva muy difícil de superar, por cierto.
En todo caso, como atinadamente dijo Victoria Camps, “lo que el buen informador debe proponerse no es tanto ser objetivo cuanto creíble”.
Distintos códigos de conducta profesional recalcan el deber de la absoluta objetividad en el ejercicio de la práctica periodística, así como el derecho del público a esa clase de información, o la necesidad de despojar el ánimo de prejuicios, o el rechazo de presiones de los empleadores para que se acomode la versión de los hechos a sus intereses, o el repudio de la mentira como práctica profesional, o la técnica de consultar documentos probatorios y de buscar los hechos mismos; o, incluso, la apelación a la conciencia y a la responsabilidad ante la opinión para informar verazmente. Pero ninguna de estas tablas de valores garantiza la neutralidad. Los seres humanos no somos neutros, ni podremos serlo nunca. Tomamos partido. Pero ello no quiere decir que el entramado mediático que se fue forjando en este desarrollo del gran capital con modernas tecnologías de punta -una enorme empresa que mueve cifras astronómicas y que dispone de un poder de penetración cultural casi infinito- tenga el derecho de “vendernos la realidad que el poder desee”.
Hoy por hoy -lo vemos a diario con crueldad desoladora- los medios masivos de comunicación sólo en contadas ocasiones informan con altura; en general son, por el contrario, grandes empresas lucrativas dedicadas a la manipulación emotiva, a la venta de espacios publicitarios y a la transmisión de cualquier cosa menos objetividad. No puede equipararse a todos los periodistas y decir que todos por igual son parte de esa gran maquinaria mediática engañosa que se ha ido creado. La disyuntiva para todos ellos es o buscar esa pureza objetiva, o sobrevivir. Así de simple, así de crudo. Y la sobrevivencia se impone, por cierto. Pero por la sobrevivencia -huelga decirlo- se pueden cometer las peores barbaridades; veamos, por caso, las brutalidades a que ya nos tienen acostumbrados los medios masivos de comunicación: mentiras, engaños, manipulaciones, informaciones parciales, programaciones tontas, superficiales, sensacionalismo sentimentaloide, bajo nivel ético y estético, tontera barata sobre reflexión seria, chisme sobre conocimiento profundo. Todo eso es lo que hacen los periodistas empleados por las grandes empresas de la industria mediática.
¿Podrá en algún momento el periodismo profesional ser verdaderamente objetivo? Claro que sí. Dadas las circunstancias, hoy no es la regla por cierto; pero sin dudas que también es posible. Muchas veces a costa de la propia vida. Prueba de ello es la cantidad de comunicadores muertos toda vez que informan “demasiado”, que informan con objetividad. Seguramente no hay profesión más peligrosa que la de periodista cuando se toma en serio su implicancia social, cuando se pretende ser verdaderamente creíble.
Y no puede ser de otra forma. Porque, ¿se podría acaso no tener principios y valores? ¿Se podría prescindir de una posición ideológica? Es más honesto partir de la base que nadie es neutral y no seguir alimentando el mito que un periodista, o el periodismo en general, los medios de comunicación en general, son neutros. Pero sí podemos aspirar a la calidad. Y de eso se trata en definitiva.
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