Por: LA JORNADA
Fecha publicación:27/10/2006
Al firmar la ley que ordena la construcción de un muro a lo largo de 1.200 kilómetros del límite territorial con México, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, aseguró que esa medida 'hará más seguras las fronteras' de la superpotencia. El proyecto de esa barda es, a fin de cuentas, lo único en que se puso de acuerdo el Congreso del país vecino cuando discutió, a mediados de este año, medidas para hacer frente al fenómeno migratorio. No procedió la reforma a las draconianas disposiciones que sancionan y criminalizan la llegada sin papeles a territorio estadounidense ni la regularización de los millones de trabajadores migrantes que viven allí; prosperó, en cambio, la idea de amurallar la frontera con hormigón, alambre de púas y dispositivos de alta tecnología: lo que la Casa Blanca llama, tal vez sin percatarse del contrasentido, una 'frontera inteligente'.
A pesar del repudio prácticamente universal generado por esta obra demencial el rechazo manifestado en diversos tonos por 29 gobiernos del hemisferio, por el Vaticano y por personalidades como Mijail Gorbachov y Carlos Fuentes, Washington ha optado por seguir adelante con la erección de un muro infame que contradice las nociones más elementales de humanidad y que pretende ir a contracorriente de las tendencias de integración regional impulsadas, desde hace tres lustros, por las autoridades de los tres socios del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Los alegatos sobre la 'seguridad' estadounidense son risibles. Con muro o sin él, la frontera binacional es y seguirá siendo porosa porque así lo dictan la economía, la demografía y la geografía; en cuanto a la delincuencia fronteriza cárteles de la droga y traficantes de personas y de armas, seguirán actuando a sus anchas en la región en tanto no se erradique la corrupción de las autoridades a ambos lados de la línea. En el caso concreto del narcotráfico, los mismos empleados del gobierno de Estados Unidos que se hacen de la vista gorda en las aduanas ante el ingreso de toneladas de sustancias ilícitas, mañana abrirán las puertas del muro para que transiten esas mismas mercancías prohibidas; por lo demás, la barda no servirá para detener la droga que llega por mar o por aire a territorio del país vecino.
En cambio, la fortificación de la línea fronteriza multiplicará los peligros mortales que enfrentan quienes la cruzan en busca de trabajo. El flujo migratorio no va a detenerse, pero el tránsito de un país al otro se hará más riesgoso y arduo, y las dificultades adicionales generarán mayor corrupción en ambos lados de la frontera.
Más allá de los posicionamientos demagógicos, la clase política estadounidense tiene tres motivos principales para porfiar en estas obras de fortificación. El primero es de orden económico y tiene que ver, no con la erradicación de la llegada de inmigrantes, sino con su regulación informal: mediante el relajamiento o la intensificación de las medidas de vigilancia y control alrededor del muro, el gobierno de Estados Unidos podrá permitir mayores o menores flujos de personas, dependiendo de las necesidades de mano de obra del momento, así como abaratar los salarios, de por sí miserables, que los empleadores pagan a quienes carecen de documentos migratorios.
La segunda razón es de orden político-electoral: es claro que el Ejecutivo y los legisladores del país vecino cortejan, con la decisión de bardear la frontera, las paranoias que ellos mismos magnificaron en sectores conservadores del electorado, para los cuales los migrantes mexicanos y latinoamericanos representan un 'peligro'; muy pocos cuestionan, al norte del río Bravo, semejante prejuicio, y casi nadie se ha tomado la molestia de aclarar qué riesgo específico podría plantear para la superpotencia la presencia de trabajadores extranjeros en su territorio.
El tercer motivo para la erección del muro está estrechamente emparentado con una de las razones que llevaron a la Casa Blanca a su guerra criminal contra Irak: la generación de oportunidades de negocio para el círculo empresarial cercano a la presidencia y a la vicepresidencia. Hace cosa de un mes, el secretario de Seguridad Nacional, Michael Chertoff, dio a conocer que el gobierno de Bush había otorgado al conglomerado Boeing un contrato, cuyo monto es calculado por especialistas en cerca de dos mil 500 millones de dólares, para que construyera y equipara unas dos mil torres, equipadas con cámaras y detectores de movimiento, y distribuidas a lo largo de las fronteras estadounidenses. Chertoff formuló el anuncio acompañado por el vicepresidente de Boeing fabricante de sistemas de armas y proveedor privilegiado del Pentágono, James Albaugh.
En suma: por un pragmatismo económico hipócrita, por cálculos politiqueros y por el afán de generar negocios pingüe al complejo militar-industrial, el gobierno de Bush se empecina en agraviar a México, a América Latina y a la humanidad con una cerca infame que tarde o temprano tendrá que ser demolida, pero que mientras tanto provocará la muerte de miles de migrantes.
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