Autor: Jorge Volpi
Fecha: 27-Ago-2006
Aunque todavía no es posible saber cómo concluirá el proceso electoral de este año, los mexicanos ya hemos tenido la desgracia de vivir “tiempos interesantes”, como reza la maldición china. Lo peor que podía ocurrir ha ocurrido, y con creces. Si bien los distintos actores políticos y la sociedad en su conjunto se habían empeñado en organizar los comicios más transparentes de nuestra historia, lo cerrado de la contienda puso en entredicho la solidez de nuestras instituciones. Las peores predicciones se confirmaron una a una, y los más optimistas tuvimos que retractarnos y reconocer la fragilidad de nuestra democracia. Unas elecciones presidenciales limpias y unánimes –las del año 2000– no hicieron verano. Luego, los errores de los funcionarios electorales, la irresponsabilidad de la clase política y la soberbia de los candidatos en liza minaron la confianza ganada en estos seis años. En unas pocas semanas dejamos de ser una nación aburrida –es decir, civilizada– y nos derrumbamos en un alud de acusaciones, traiciones y odio. No es exagerado afirmar que nos encontramos al borde del abismo. Como anunciaban (o deseaban) algunos, México está en peligro. En el transcurso de unos cuantos días de tensión, cada uno de los personajes de esta novela ha revelado su peor faceta: Andrés Manuel López Obrador se ha convertido en el político irresponsable y dogmático que denunciaban sus críticos; Felipe Calderón, en el títere de las élites; los intelectuales de izquierda, en los corifeos del caudillo; los intelectuales de derecha, en los sostenes de la oligarquía; los medios, en los cómplices del poder.
Y, sin embargo, en este ambiente polarizado y amenazante, quizá convenga tomar un poco de distancia y desmenuzar la trama de estos meses sin temor ni apasionamiento. Analizar las elecciones como si perteneciesen al pasado remoto, como si las perturbaciones y rencores producidos en estas semanas no nos afectasen. No es exagerado decir que la tragedia mexicana del 2006 tiene sólo dos protagonistas (o tres, si consideramos la larga sombra de Carlos Salinas, el villano por antonomasia de nuestra historia reciente): Andrés Manuel López Obrador y la profesora Elba Esther Gordillo. Esta pareja bastaría para mantener la atención de cualquier espectador hipotético, y para desestabilizar todo tipo de gobiernos. El caudillo y la sibila. El defensor de los desprotegidos y la mujer despechada. Robespierre y Lady Macbeth. El hombre que habría de salvar a México y la mujer decidida a probar que es dueña del país. Los únicos dos personajes del presente dominados por pasiones irrefrenables: la ambición redentora en el caso de él, la venganza en el de ella. Ambos combinan lo heroico con lo monstruoso: son pura –y cegadora– voluntad. Frente a ellos, los demás actores del drama –Felipe Calderón, Vicente Fox, Roberto Madrazo, incluso Martha Sahagún– apenas tienen consistencia, convertidos en meros comparsas de estos caracteres shakesperianos.
Desde que se separó del PRI a finales de los ochenta –y quizá desde niño–, López Obrador supo cuál sería su camino: alcanzar el poder para reivindicar a los desheredados. No es difícil reconocer su identificación épica en cada uno de sus actos: su carrera política no ha sido otra cosa que la representación, cada vez más histriónica, de este papel. Igual que el subcomandante Marcos, su inevitable modelo, López Obrador descubrió muy pronto su habilidad para capturar la atención del público. Marchas, manifestaciones, conferencias de prensa, mítines: es allí donde se deposita su proceder político, el espacio natural de su temperamento. Su camino, trufado de obstáculos, de pruebas, trampas y vericuetos, no hace sino convencerlo aún más de su misión. Por eso se proclamó indestructible, por eso parece disfrutar tanto los complots en su contra. Discrepo de quien lo identifica con un mesías: López Obrador no persigue la senda del martirio ni tampoco la santidad, sino el poder en su expresión más diáfana. Y está dispuesto a conseguirlo, eso sí, a cualquier costo. De haber ganado ampliamente las elecciones, se hubiese mostrado generoso y su temple hubiese evolucionado (quizá) hacia la moderación. En cambio su derrota, percibida como una nueva ordalía, no pudo sino radicalizarlo. La toma de Reforma y el Zócalo ha sido, desde su punto de vista, otra jugada maestra para ocupar por completo el espacio político (semejante en eficacia a sus conferencias “mañaneras”). Pese a haber sido derrotado, él dicta la agenda política y, aún a empellones, ha conseguido que la pobreza se imponga como el problema más relevante para el país. Su gran reto, ahora, es decidir si prefiere inmolarse –y de paso destruir al país– o si su voluntad lo conduce a una estrategia capaz de conquistar el poder en los años venideros.
No deja de ser paradójico que la derrota de López Obrador haya sido provocada por Elba Esther Gordillo. Se trata de lo que podríamos llamar, no sin ironía, un “daño colateral”. En efecto, la profesora no es enemiga acérrima del candidato de la izquierda, sino de Roberto Madrazo, el “infame” que se atrevió a traicionarla. Desde que él la defenestró de la coordinación de los diputados del PRI, Gordillo prometió a diestra y siniestra que aquél se arrepentiría. Y lo logró. Simple y llanamente. Muchos la abandonaron entonces, pensando que su poder era ficticio, pero al final ella demostró lo que puede hacer una mujer herida. Fue la única vencedora real de la contienda electoral. Su partido consiguió el registro y muy seguramente le dio la victoria a Calderón, quien ahora se resigna a depender de ella por completo. Elba Esther no sólo domina el sindicato más grande de América Latina, sino que tiene la llave de la gobernabilidad del país. Antes la despreciaron y ahora es pieza indispensable del sistema. Todos le temen y todos la cortejan. Algo impensable para una mujer de su condición. Les ha ganado la partida a todos sus rivales, lenta y sagazmente. Y en estos días se apresta a cobrar –muy caros– sus servicios. ¿Habrá alguien capaz de frenarla? Su historia es fascinante, pero no deja de resultar lamentable para el país que la educación de sus ciudadanos dependa de esta mujer de telenovela.
¿Qué hacer con estos dos primeros actores, con estos dos monstruos de grandes esperanzas? Las democracias están hechas justamente para controlar la ambición de personajes como éstos. Quizá México aún no pueda prescindir de ellos (en comparación, los demás actores políticos se muestran pusilánimes e incapaces de actuar), pero a la vez resulta necesario vigilarlos y acotarlos. Calderón tiene en Elba Esther a su más poderosa aliada –y, tarde o temprano, enemiga–, mientras que, si en verdad está dispuesto a conquistar el gobierno, López Obrador no tendrá otro remedio que combatirla a ella frontalmente. El futuro de México dependerá, en buena medida, de los resultados de esta épica confrontación. ?
Fecha: 27-Ago-2006
Aunque todavía no es posible saber cómo concluirá el proceso electoral de este año, los mexicanos ya hemos tenido la desgracia de vivir “tiempos interesantes”, como reza la maldición china. Lo peor que podía ocurrir ha ocurrido, y con creces. Si bien los distintos actores políticos y la sociedad en su conjunto se habían empeñado en organizar los comicios más transparentes de nuestra historia, lo cerrado de la contienda puso en entredicho la solidez de nuestras instituciones. Las peores predicciones se confirmaron una a una, y los más optimistas tuvimos que retractarnos y reconocer la fragilidad de nuestra democracia. Unas elecciones presidenciales limpias y unánimes –las del año 2000– no hicieron verano. Luego, los errores de los funcionarios electorales, la irresponsabilidad de la clase política y la soberbia de los candidatos en liza minaron la confianza ganada en estos seis años. En unas pocas semanas dejamos de ser una nación aburrida –es decir, civilizada– y nos derrumbamos en un alud de acusaciones, traiciones y odio. No es exagerado afirmar que nos encontramos al borde del abismo. Como anunciaban (o deseaban) algunos, México está en peligro. En el transcurso de unos cuantos días de tensión, cada uno de los personajes de esta novela ha revelado su peor faceta: Andrés Manuel López Obrador se ha convertido en el político irresponsable y dogmático que denunciaban sus críticos; Felipe Calderón, en el títere de las élites; los intelectuales de izquierda, en los corifeos del caudillo; los intelectuales de derecha, en los sostenes de la oligarquía; los medios, en los cómplices del poder.
Y, sin embargo, en este ambiente polarizado y amenazante, quizá convenga tomar un poco de distancia y desmenuzar la trama de estos meses sin temor ni apasionamiento. Analizar las elecciones como si perteneciesen al pasado remoto, como si las perturbaciones y rencores producidos en estas semanas no nos afectasen. No es exagerado decir que la tragedia mexicana del 2006 tiene sólo dos protagonistas (o tres, si consideramos la larga sombra de Carlos Salinas, el villano por antonomasia de nuestra historia reciente): Andrés Manuel López Obrador y la profesora Elba Esther Gordillo. Esta pareja bastaría para mantener la atención de cualquier espectador hipotético, y para desestabilizar todo tipo de gobiernos. El caudillo y la sibila. El defensor de los desprotegidos y la mujer despechada. Robespierre y Lady Macbeth. El hombre que habría de salvar a México y la mujer decidida a probar que es dueña del país. Los únicos dos personajes del presente dominados por pasiones irrefrenables: la ambición redentora en el caso de él, la venganza en el de ella. Ambos combinan lo heroico con lo monstruoso: son pura –y cegadora– voluntad. Frente a ellos, los demás actores del drama –Felipe Calderón, Vicente Fox, Roberto Madrazo, incluso Martha Sahagún– apenas tienen consistencia, convertidos en meros comparsas de estos caracteres shakesperianos.
Desde que se separó del PRI a finales de los ochenta –y quizá desde niño–, López Obrador supo cuál sería su camino: alcanzar el poder para reivindicar a los desheredados. No es difícil reconocer su identificación épica en cada uno de sus actos: su carrera política no ha sido otra cosa que la representación, cada vez más histriónica, de este papel. Igual que el subcomandante Marcos, su inevitable modelo, López Obrador descubrió muy pronto su habilidad para capturar la atención del público. Marchas, manifestaciones, conferencias de prensa, mítines: es allí donde se deposita su proceder político, el espacio natural de su temperamento. Su camino, trufado de obstáculos, de pruebas, trampas y vericuetos, no hace sino convencerlo aún más de su misión. Por eso se proclamó indestructible, por eso parece disfrutar tanto los complots en su contra. Discrepo de quien lo identifica con un mesías: López Obrador no persigue la senda del martirio ni tampoco la santidad, sino el poder en su expresión más diáfana. Y está dispuesto a conseguirlo, eso sí, a cualquier costo. De haber ganado ampliamente las elecciones, se hubiese mostrado generoso y su temple hubiese evolucionado (quizá) hacia la moderación. En cambio su derrota, percibida como una nueva ordalía, no pudo sino radicalizarlo. La toma de Reforma y el Zócalo ha sido, desde su punto de vista, otra jugada maestra para ocupar por completo el espacio político (semejante en eficacia a sus conferencias “mañaneras”). Pese a haber sido derrotado, él dicta la agenda política y, aún a empellones, ha conseguido que la pobreza se imponga como el problema más relevante para el país. Su gran reto, ahora, es decidir si prefiere inmolarse –y de paso destruir al país– o si su voluntad lo conduce a una estrategia capaz de conquistar el poder en los años venideros.
No deja de ser paradójico que la derrota de López Obrador haya sido provocada por Elba Esther Gordillo. Se trata de lo que podríamos llamar, no sin ironía, un “daño colateral”. En efecto, la profesora no es enemiga acérrima del candidato de la izquierda, sino de Roberto Madrazo, el “infame” que se atrevió a traicionarla. Desde que él la defenestró de la coordinación de los diputados del PRI, Gordillo prometió a diestra y siniestra que aquél se arrepentiría. Y lo logró. Simple y llanamente. Muchos la abandonaron entonces, pensando que su poder era ficticio, pero al final ella demostró lo que puede hacer una mujer herida. Fue la única vencedora real de la contienda electoral. Su partido consiguió el registro y muy seguramente le dio la victoria a Calderón, quien ahora se resigna a depender de ella por completo. Elba Esther no sólo domina el sindicato más grande de América Latina, sino que tiene la llave de la gobernabilidad del país. Antes la despreciaron y ahora es pieza indispensable del sistema. Todos le temen y todos la cortejan. Algo impensable para una mujer de su condición. Les ha ganado la partida a todos sus rivales, lenta y sagazmente. Y en estos días se apresta a cobrar –muy caros– sus servicios. ¿Habrá alguien capaz de frenarla? Su historia es fascinante, pero no deja de resultar lamentable para el país que la educación de sus ciudadanos dependa de esta mujer de telenovela.
¿Qué hacer con estos dos primeros actores, con estos dos monstruos de grandes esperanzas? Las democracias están hechas justamente para controlar la ambición de personajes como éstos. Quizá México aún no pueda prescindir de ellos (en comparación, los demás actores políticos se muestran pusilánimes e incapaces de actuar), pero a la vez resulta necesario vigilarlos y acotarlos. Calderón tiene en Elba Esther a su más poderosa aliada –y, tarde o temprano, enemiga–, mientras que, si en verdad está dispuesto a conquistar el gobierno, López Obrador no tendrá otro remedio que combatirla a ella frontalmente. El futuro de México dependerá, en buena medida, de los resultados de esta épica confrontación. ?
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