Con los asesinatos de la periodista Anna Politkovskaya (baleada en Moscú el 7 de octubre) y del ex espía Alexander Litvinenko (envenenado en Londres a principios de noviembre, y fallecido el miércoles pasado) la Rusia siniestra ha vuelto a instalarse en la percepción pública de Occidente: la Rusia de Iván, de Pedro y de Catalina, la Rusia de Rasputín, la Rusia de Stalin y de Beria. Se había tardado. En realidad, los usos y costumbres del veneno, del complot palaciego y la liquidación a distancia de personajes incómodos han sido constantes del poder en Rusia, salvo periodos breves: los primeros años de la Revolución, la primavera de la perestroika.
La economía y la sociedad se transforman; la agricultura cede su sitio a la industria, y ésta a los servicios; hoy la referencia común y principal de Rusia fuera de Rusia no son las matroshkas ni las botellas de Stolichnaya, sino las dudosas páginas de Internet que ofrecen a domicilio viagra, rubias casaderas y otras mercancías. Pero la sordidez del poder regresa intacta.
Para el grueso de la opinión pública internacional el asesino de Politkovskaya y de Litvinenko se llama Vladimir Putin. Hay razones para pensarlo, pero los homicidios también habrían podido ser fraguados y ejecutados por otros nombres, especialmente aquellos que podrían beneficiarse del descrédito del presidente ruso, quien podrá parecerse mucho a los viejos zares pero cuyo control sobre el aparato gubernamental dista de ser absoluto. La periodista denunció los horrores represivos del Kremlin, pero iba más allá: sacaba a la luz las corruptelas de las mafias públicas y privadas, y no todas ellas están alineadas con el gobierno de Moscú. Otra pista apunta al millonario Boris Berezovski, exiliado en Londres, al igual que el ex agente secreto envenenado. Berezovski se proclamó protector de Litvinenko, lo visitó en el hospital durante su agonía y a raíz del envenenamiento organizó todo un operativo de comunicación y relaciones públicas orientado a convencer a los países occidentales que hubo una orden de Putin (o de su círculo cercano) para envenenar el sushi que el antiguo espía degustó en un establecimiento cualquiera de Picadilly, al que fue citado por un contacto desconocido. Curiosamente, el anzuelo con el que Litvinenko fue llevado allí fue una promesa de que le serían proporcionados datos sobre posibles involucrados en el homicidio de Politkovskaya.
Independientemente de que los asesinos de una y del otro despachen dentro o fuera de las murallas del Kremlin, lo que parece indiscutible es que forman parte de los estamentos de poder real (políticos, económicos, militares y mafiosos) de la Rusia contemporánea, y que ésta se encuentra dominada por intereses a los que no les gusta actuar a la luz del día.
Casi siempre ha sido así, y no sólo en la gigantesca nación euroasiática. El propio Putin lo señaló esta semana: "No debemos olvidar que los crímenes de este tipo ocurren no sólo en Rusia, sino también en los países europeos donde hay grandes asesinatos no aclarados hasta ahora. Y si miramos lo que pasa en algunos países de la Unión Europea con la mafia, que no una vez, sino constantemente mata a policías, jueces, fiscales, investigadores, periodistas y políticos [...], se trata de un problema común".
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