lunes, septiembre 28, 2015

¿A la Bola?

“Los cambios más importantes en México nunca han ocurrido a través de la política convencional sino a través de las calles”, dice Andrés Manuel López Obrador al Financial Times. “México necesita una revolución”, afirma el tabasqueño. Y así la idea apocalíptica entra al imaginario colectivo; se vuelve parte del debate público; se pone sobre la mesa como una idea aceptable cuando no debería serlo. La demanda del cambio unilateral que descarta la posibilidad del cambio consensuado. La inmediatez fulgurante del ideal que rechaza la vía lenta y tortuosa de la negociación con todos, aunque no sean perredistas. La persecución de un mundo ideal que corre en contra del compromiso difícil de cambiar al país ley por ley, institución por institución, política pública tras política pública. Una ruta que, tal y como se plantea hoy, busca transferir el poder más que corregir sus abusos.

López Obrador dirá que su revolución no es violenta sino pacífica; que su movimiento no es visceral sino moral; que su liderazgo no es oportunista sino motivado por principios; que su meta no es destruir a las instituciones sino refundarlas; que su objetivo no es acabar con la República sino terminar con su simulación. Pero día con día, dice y hace todo para contradecir la esencia pacífica del movimiento que ha logrado armar. Leyendo libros sobre la Revolución Mexicana, sentado en su tienda de campaña, porque “uno debe conocer la historia para saber qué hacer en estas circunstancias”. Declarando que los magistrados del Tribunal Federal Electoral han recibido cañonazos de dinero y avalarán el fraude, cuando no existen pruebas de que sea así. Convocando a una Convención Nacional el mismo día del desfile del Ejército, cuando eso podría llevar a una confrontación. Diciendo que cambiará al país “de una u otra manera”. Escribiendo en The New York Times que el país nunca había vivido tanta tensión desde los meses anteriores a la Revolución en 1910.

Quizás su radicalización sea tan sólo para presionar, para empujar los límites, para asegurar que el cambio que México indudablemente necesita ocurra a pasos más veloces. Quizás Manuel Camacho tiene razón cuando modera las palabras de su jefe y afirma que “no estamos llamando a una revolución, sino a una transformación pacífica de las instituciones a través de las vías constitucionales que están establecidas”. Quizás la transformación que el andamiaje legal necesita sólo ocurrirá si hay un movimiento social detrás, empujándola. Quizás las instituciones que han sido colonizadas por intereses enquistados sólo serán reformadas si hay una presión civil, asegurándola. Quizás el uso de la palabra “revolución” busca tan sólo provocar modificaciones sustantivas al sistema para evitarla. Esa sería una lectura de buena fe de lo que AMLO está intentando hacer y quiere lograr.

Transformar la realidad de injusticia y opresión. Combatir a la pobreza. Fomentar la transparencia. Renovar tajantemente las instituciones. Todos ellos, objetivos loables. Todos ellos, objetivos aplaudibles. Forman parte de una agenda que cualquier mexicano medianamente progresista y sensible podría apoyar. Pero lo que se vuelve necesario cuestionar es la forma de alcanzarlos. Lo que se vuelve imperativo criticar son los métodos que AMLO propone para hacerlos realidad. Y hacerlo no entraña ser “alcahuete de la derecha” sino promotor de la izquierda. Una izquierda tolerante, moderna, propositiva, debilitada hoy por la descalificación de AMLO a todos, todo el tiempo. La confrontación constante, sin la posibilidad alguna de negociación. El rechazo a cualquier salida que no sea tumbar –de una u otra manera– al gobierno que él no controla. El denuesto cotidiano a la “falsa democracia” aunque el PRD forme parte de ella. El portazo a cualquier cambio que no sea el que ha determinado. La postura maximalista sin concesiones que lleva a callejones sin salida para todos los mexicanos, incluyendo a quienes votaron por él.

Es indudable que AMLO se ha vuelto enemigo del orden existente por buenas razones. El desafuero. La campaña sucia. El sabotaje constante. La frivolidad del foxismo. Las instituciones capturadas. Los vicios de un sistema político que requiere una remodelación mayor. Y habrá que pelear por ella, porque como lo escribió Martin Luther King, el cambio nunca es otorgado por quienes oprimen; debe ser demandado por los oprimidos. AMLO invoca el espíritu del luchador social estadunidense –en su editorial reciente en The New York Times– cuando escribe: “Queremos que nuestras voces se escuchen”. Pero Martin Luther King nunca buscó derrocar al régimen sino reformarlo. Nunca buscó la presidencia sino influenciarla. Nunca quiso provocar la caída de Lyndon Johnson sino obligarlo a negociar con él. Cantó, rezó, marchó pero jamás recurrió a la amenaza velada. Jamás habló de dinamitar a la República sino de cambiar sus leyes. Usó la protesta pacífica para producir un cambio legislativo fundamental: el derecho de los afroestadunidenses a votar.

Y algo parecido es lo que la izquierda progresista debería exigirle a AMLO y al movimiento que encabeza. Algo que vaya más allá de obstaculizar, parar, bloquear, tumbar, denostar. Algo más constructivo que odiar a la derecha, que lanzarse a la bola para eliminarla. Algo más grande que simplemente obstaculizar la llegada de Calderón a la presidencia o impedir que gobierne desde allí. Algo más ambicioso que otorgársela a López Obrador en la próxima Convención Nacional Democrática. Una lista de cambios legislativos e institucionales que el PRD pueda adoptar en el Congreso para poner a los pobres primero. Un “Nuevo Trato” como el que promovió Roosevelt, con propuestas prácticas y concretas para proveer empleo, tejer redes de seguridad social, educar a los mexicanos y empoderarlos. Una serie de propuestas para remodelar al Estado y regular a los monopolios y fortalecer al IFAI y cuestionar la constitucionalidad de la Ley Televisa y someter a los legisladores a la reelección y reducir el financiamiento a los partidos y recortar el tiempo de las campañas y ciudadanizar a la política. Una agenda que atienda los agravios en vez de atizarlos.


Denise Dresser

Porque el cambio profundo –y benéfico– que México necesita no ocurrirá si el movimiento social se convierte en un movimiento sectario, intolerante, tribal. Si se vuelve una posición cada vez más compartida la que propone alguien en el plantón: “Vamos a enfrentarnos a lo que sea… hasta la muerte”. Si el odio al sistema se vuelve más fuerte que la posibilidad de reformarlo. Si la resistencia pacífica deja de serlo, ya sea por provocaciones propias o ajenas. Si las voces que, desde la izquierda, piden la moderación son acusadas de traición o de darle armas al enemigo. AMLO ha dicho que se equivocan “quienes nos aconsejan que nos portemos bien, que no echemos por la borda nuestro capital político”. Pero esas voces merecen ser escuchadas, atendidas, incorporadas. Porque lo que exigen es que López Obrador use la crisis que padece el país para mejorarlo. No al revés. ?

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