La ocupación del Paseo de la Reforma es mucho más que una molestia para los automovilistas que suelen usar nuestra vía más elegante. Es una prueba de fuerza. Dicho más coloquialmente, se trata de jugar unas vencidas entre la oligarquía, pequeña y poderosa, y el pueblo pobre, cuantioso y resistente. Muy resistente.
A esta situación se ha llegado por un proceso progresivo de abuso y desprecio de la legalidad y de la democracia por parte de la coalición fáctica y clasista de gobierno, partido, dinero y prensa. Fracasaron los juicios multimillonarios de indemnización a falsos terratenientes; se montó el infame proceso del desafuero; se lanzaron las campañas sucias y mentirosas apoyadas ilegalmente desde el Ejecutivo y los sectores empresariales; se utilizó a tránsfugas del PRI expertos en operaciones electorales tramposas; se intentó falsear las cuentas de las casillas y de los distritos, y se utilizó el aparato del IFE para inducir un resultado alterado en la cuenta de los votos. Cada uno de estos intentos fue desmontado y derrotado con el arma formidable de la movilización popular.
Ahora el asunto ha llegado a los pasos finales del proceso regular. El tribunal electoral ya no puede simplemente sancionar lo dicho por el IFE, como podría haber sido si esa institución hubiera actuado con la eficacia y la transparencia necesarias; ahora debe resolver el grave problema nacional que resulta de los dudosos resultados de las cuentas y de la certidumbre de que la sociedad está dividida en dos partes irreconciliables y que, de acuerdo con los preceptos de la democracia, una debe aceptar ser gobernada por la otra.
Ese es el grave problema que le toca resolver al tribunal. Sus integrantes necesariamente sienten la enorme presión de la responsabilidad histórica. Sin embargo, más allá de eso, el tribunal no es presionable. No por movilizaciones populares ni por gestiones personales o chantajes o amenazas. Ni la condición de los magistrados ni su integración colegiada lo permiten.
Así, la movilización popular no está orientada a forzar una decisión de los miembros del tribunal que no tomarían de otra manera, pero sí a demostrar que la magnitud del movimiento hace necesario e inevitable que el veredicto se sustente en la transparencia absoluta, general e incuestionable del escrutinio. En ello descansa la gobernabilidad de México. No solamente la gobernabilidad negociable de las mayorías en el Congreso, sino la gobernabilidad en su significado profundo de paz social.
Esta comprometida situación no parece haberse comprendido y la presencia popular en la calle se asume como una insolencia que ha desbordado la irritación y la imaginación de los dueños de los medios informativos comerciales y de sus personeros, a su vez movilizados para escandalizar a nuestra encantadora y pequeña burguesía porque ha sido invadido su Paseo.
Piensan que el mismo alegato con que azuzan a la parte cursilona de la clase media sirve para indignar a los que se mueven en el Metro o en los peligrosos microbuses; niegan el derecho a sentarse en ese pavimento a los desempleados y a los que solamente admiten ahí si limpian sus parabrisas o venden al por menor productos chinos contrabandeados al por mayor por los grandes comerciantes. Pero ni por asomo consideran bajarse de sus autos o incursionar en los barrios pobres, o en viajar en el Metro o en microbús. Eso no es para ellos.
Olvidan que hace unas semanas se produjo la quinta ocasión (68, 85, 88, 2005 y las campañas de 2006) en que el pueblo de México superó la campaña propagandística utilizada para mediatizar su opinión y su actitud frente a los abusos del poder. El pueblo no puede, todavía, silenciar las campañas histéricas en la radio, la televisión y en los periódicos, pero ya no las escucha. Ahora se hace escuchar. Y toma el Paseo de la Reforma.
A la clase media pensante se le ha llamado renegada, y a veces lo es, no de su clase, sino de su compromiso. Sería comprensible la inconformidad con la ocupación del Paseo de la Reforma si se tratara de una acción aislada y voluntariosa, pero no es el caso. Es una respuesta a una agresión infinitamente más seria y trascendente; la que se hace sobre la voluntad popular y que, de permitirse, redundaría en la anulación de la democracia y la perturbación de nuestra convivencia.
Solamente se perciben dos circunstancias que llevarían a la desocupación del Paseo de la Reforma: que el conflicto se haya dirimido a cabalidad y legalmente, o que la toma callejera sea sustituida por formas superiores de resistencia popular.
Adelante, compañeros
A esta situación se ha llegado por un proceso progresivo de abuso y desprecio de la legalidad y de la democracia por parte de la coalición fáctica y clasista de gobierno, partido, dinero y prensa. Fracasaron los juicios multimillonarios de indemnización a falsos terratenientes; se montó el infame proceso del desafuero; se lanzaron las campañas sucias y mentirosas apoyadas ilegalmente desde el Ejecutivo y los sectores empresariales; se utilizó a tránsfugas del PRI expertos en operaciones electorales tramposas; se intentó falsear las cuentas de las casillas y de los distritos, y se utilizó el aparato del IFE para inducir un resultado alterado en la cuenta de los votos. Cada uno de estos intentos fue desmontado y derrotado con el arma formidable de la movilización popular.
Ahora el asunto ha llegado a los pasos finales del proceso regular. El tribunal electoral ya no puede simplemente sancionar lo dicho por el IFE, como podría haber sido si esa institución hubiera actuado con la eficacia y la transparencia necesarias; ahora debe resolver el grave problema nacional que resulta de los dudosos resultados de las cuentas y de la certidumbre de que la sociedad está dividida en dos partes irreconciliables y que, de acuerdo con los preceptos de la democracia, una debe aceptar ser gobernada por la otra.
Ese es el grave problema que le toca resolver al tribunal. Sus integrantes necesariamente sienten la enorme presión de la responsabilidad histórica. Sin embargo, más allá de eso, el tribunal no es presionable. No por movilizaciones populares ni por gestiones personales o chantajes o amenazas. Ni la condición de los magistrados ni su integración colegiada lo permiten.
Así, la movilización popular no está orientada a forzar una decisión de los miembros del tribunal que no tomarían de otra manera, pero sí a demostrar que la magnitud del movimiento hace necesario e inevitable que el veredicto se sustente en la transparencia absoluta, general e incuestionable del escrutinio. En ello descansa la gobernabilidad de México. No solamente la gobernabilidad negociable de las mayorías en el Congreso, sino la gobernabilidad en su significado profundo de paz social.
Esta comprometida situación no parece haberse comprendido y la presencia popular en la calle se asume como una insolencia que ha desbordado la irritación y la imaginación de los dueños de los medios informativos comerciales y de sus personeros, a su vez movilizados para escandalizar a nuestra encantadora y pequeña burguesía porque ha sido invadido su Paseo.
Piensan que el mismo alegato con que azuzan a la parte cursilona de la clase media sirve para indignar a los que se mueven en el Metro o en los peligrosos microbuses; niegan el derecho a sentarse en ese pavimento a los desempleados y a los que solamente admiten ahí si limpian sus parabrisas o venden al por menor productos chinos contrabandeados al por mayor por los grandes comerciantes. Pero ni por asomo consideran bajarse de sus autos o incursionar en los barrios pobres, o en viajar en el Metro o en microbús. Eso no es para ellos.
Olvidan que hace unas semanas se produjo la quinta ocasión (68, 85, 88, 2005 y las campañas de 2006) en que el pueblo de México superó la campaña propagandística utilizada para mediatizar su opinión y su actitud frente a los abusos del poder. El pueblo no puede, todavía, silenciar las campañas histéricas en la radio, la televisión y en los periódicos, pero ya no las escucha. Ahora se hace escuchar. Y toma el Paseo de la Reforma.
A la clase media pensante se le ha llamado renegada, y a veces lo es, no de su clase, sino de su compromiso. Sería comprensible la inconformidad con la ocupación del Paseo de la Reforma si se tratara de una acción aislada y voluntariosa, pero no es el caso. Es una respuesta a una agresión infinitamente más seria y trascendente; la que se hace sobre la voluntad popular y que, de permitirse, redundaría en la anulación de la democracia y la perturbación de nuestra convivencia.
Solamente se perciben dos circunstancias que llevarían a la desocupación del Paseo de la Reforma: que el conflicto se haya dirimido a cabalidad y legalmente, o que la toma callejera sea sustituida por formas superiores de resistencia popular.
Adelante, compañeros
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