¿Quién logró hacer que el PAN detuviera su campaña del miedo basada en la mentira y la calumnia? Nadie. ¿Quién fue capaz de hacerlos entrar en razón e impedir que siguieran sembrando impunemente la discordia, en un país, además, como el nuestro; tan dolorosamente desigual, pradera seca lista para encenderse? Nadie. ¿Quién pudo convencer al presidente Fox de que no traicionara su alta investidura, el mandato que el pueblo le diera y metiera las manos al proceso electoral? Nadie. ¿Quién tuvo la fuerza suficiente para hacerlo entender que daba así otro golpe demoledor a las instituciones, ponía en tela de juicio la limpieza de la elección, hacía peligrar nuestra frágil e incipiente democracia y arriesgaba la paz y la estabilidad de la nación? Nadie. ¿Quién fue capaz de detener la intromisión ilegal de grupos empresariales que con cientos de millones de pesos terminaron por colocar el revólver en la sien de los electores? Nadie. ¿Quién tuvo pues la autoridad para decirle a esos señores que el poder del dinero, por más poder que sea, no tenía derecho alguno de romper la equidad de la contienda? Nadie. Muchas voces preocupadas por el país, inteligentes, sensatas, íntegras, respetuosas de la legalidad, comprometidas con la paz y la democracia se alzaron una y otra vez dentro de las instituciones y fuera de ellas y ni el PAN, ni Calderón, ni Fox, ni esos empresarios que los apoyaron burlando las leyes quisieron escucharlas. Buscaban el poder. Ese era su único objetivo y nada ni nadie logró que se desviaran un ápice de su ruta. Sembraron vientos. Hoy cosechan tempestades.
Ante estos crímenes de lesa democracia —ya no hay que usar eufemismos para nombrarlos— ante las muchas y continuas denuncias, ante las demandas de juego limpio, ante las peticiones de ciudadanos libres de toda sospecha de militancia partidista Ugalde y sus consejeros se cruzaron de brazos y cerraron la boca. Fueron sumisos ante el poder; no tuvieron ni el coraje, ni el patriotismo para hacer valer su papel como árbitros en la contienda. Volviéndose juez y parte, desde antes de las votaciones, dejaron de ser el fiel de la balanza. Asestaron así, ellos primero que nadie, en una flagrante traición a la encomienda que les fuera dada, un golpe debajo de la línea de flotación al IFE. Cuando actuaron —con tibieza— ya era demasiado tarde. El miedo había sido tumultuariamente inoculado. La voluntad popular, en una especie de fraude mediático anticipado, había sido burlada. Además, de poco o nada sirvió su acción. En el colmo del cinismo, los panistas encontraron pronto un atajo y con más virulencia atacaron, con las mismas falsedades, en la televisión a través de organizaciones fantasmas y de organismos empresariales. Fue la suya, la de los panistas, la de Calderón, la del mismo Presidente de la República, una burla violenta y descarada contra nuestras leyes e instituciones. Ellos pues así con sus actos fueron los primeros en afectar los derechos de terceros. No secuestraron la ciudad es cierto; secuestraron la democracia.
Contra un régimen como el que hoy padecemos, en muchos sentidos aún peor, más complejo, mejor embozado que aquel autoritario que creímos haber dejado atrás en el año 2000, no basta quedarse con los brazos cruzados confiando en procedimientos y tiempos institucionales. Sería una locura. Sería un suicidio. Ya desde el desafuero Vicente Fox demostró de lo que es capaz. Para contener entonces su intentona de golpe de Estado se movilizaron cientos de miles de mexicanos. Hoy Fox y los suyos con su comportamiento antes, durante y después de las elecciones han escalado el golpe. No hay por qué suponer entonces que las instituciones no están sometidas a enorme presión y pueden como el IFE doblegarse ante el poder. Es preciso pues escalar también la respuesta; lo exige así el tamaño de la afrenta, los riesgos que la nación corre.
La resistencia pacifica no puede desgraciadamente —son ellos los que desataron la dialéctica del miedo— limitarse a la celebración de actos aislados o incluso a la de grandes manifestaciones. Ya no. Un movimiento que no impacte realmente en la vida del país, que no haga sentir con peso contundente la voluntad ciudadana de limpiar la elección contando voto por voto, sería muy pronto asimilado por el aparato propagandístico del régimen y aniquilado. Ya no se trata tanto de ser “populares” sino de ser efectivos; de alzarse digna y firmemente, como en este momento lo hacen esos miles de mexicanos que están en el plantón, contra quien pretende hacernos volver al pasado
Ante estos crímenes de lesa democracia —ya no hay que usar eufemismos para nombrarlos— ante las muchas y continuas denuncias, ante las demandas de juego limpio, ante las peticiones de ciudadanos libres de toda sospecha de militancia partidista Ugalde y sus consejeros se cruzaron de brazos y cerraron la boca. Fueron sumisos ante el poder; no tuvieron ni el coraje, ni el patriotismo para hacer valer su papel como árbitros en la contienda. Volviéndose juez y parte, desde antes de las votaciones, dejaron de ser el fiel de la balanza. Asestaron así, ellos primero que nadie, en una flagrante traición a la encomienda que les fuera dada, un golpe debajo de la línea de flotación al IFE. Cuando actuaron —con tibieza— ya era demasiado tarde. El miedo había sido tumultuariamente inoculado. La voluntad popular, en una especie de fraude mediático anticipado, había sido burlada. Además, de poco o nada sirvió su acción. En el colmo del cinismo, los panistas encontraron pronto un atajo y con más virulencia atacaron, con las mismas falsedades, en la televisión a través de organizaciones fantasmas y de organismos empresariales. Fue la suya, la de los panistas, la de Calderón, la del mismo Presidente de la República, una burla violenta y descarada contra nuestras leyes e instituciones. Ellos pues así con sus actos fueron los primeros en afectar los derechos de terceros. No secuestraron la ciudad es cierto; secuestraron la democracia.
Contra un régimen como el que hoy padecemos, en muchos sentidos aún peor, más complejo, mejor embozado que aquel autoritario que creímos haber dejado atrás en el año 2000, no basta quedarse con los brazos cruzados confiando en procedimientos y tiempos institucionales. Sería una locura. Sería un suicidio. Ya desde el desafuero Vicente Fox demostró de lo que es capaz. Para contener entonces su intentona de golpe de Estado se movilizaron cientos de miles de mexicanos. Hoy Fox y los suyos con su comportamiento antes, durante y después de las elecciones han escalado el golpe. No hay por qué suponer entonces que las instituciones no están sometidas a enorme presión y pueden como el IFE doblegarse ante el poder. Es preciso pues escalar también la respuesta; lo exige así el tamaño de la afrenta, los riesgos que la nación corre.
La resistencia pacifica no puede desgraciadamente —son ellos los que desataron la dialéctica del miedo— limitarse a la celebración de actos aislados o incluso a la de grandes manifestaciones. Ya no. Un movimiento que no impacte realmente en la vida del país, que no haga sentir con peso contundente la voluntad ciudadana de limpiar la elección contando voto por voto, sería muy pronto asimilado por el aparato propagandístico del régimen y aniquilado. Ya no se trata tanto de ser “populares” sino de ser efectivos; de alzarse digna y firmemente, como en este momento lo hacen esos miles de mexicanos que están en el plantón, contra quien pretende hacernos volver al pasado
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