Nada sería mejor para fortalecer la credibilidad de las instituciones democráticas que un nuevo recuento de los votos. Los contendientes tendrían que deponer las descalificaciones y asumir a plenitud el resultado final, desvaneciendo el conflicto electoral o, mejor, trasladándolo al ámbito donde puede ser realmente trascendente: el debate público, la acción parlamentaria, la movilización ciudadana, es decir, la política en el buen sentido de la palabra. Una resolución salomónica del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) nos pondría en la ruta de consolidar los avances logrados a costa de enormes esfuerzos populares, enterraría el fantasma de la desconfianza al limpiar irregularidades, algunas atribuibles a simples errores aritméticos, y a zanjar de una buena vez las sospechas de fraude que la coalición Por el Bien de Todos ha denunciado. No hay otra forma mejor de resolver estas cuestiones que contando los votos. Sin embargo, los críticos del recuento han armado un embrollo jurídico y político que oscurece el objetivo principal: se trata simplemente de dar certeza a la ciudadanía. Nada más y nada menos; seguridad y confianza en los mecanismos que aseguran la representación ciudadana.
Ninguna otra solución apegada a derecho podría significar tanto para todos los mexicanos: no sólo garantizaría la paz social -que no es poca cosa-, sino que, además, las fuerzas políticas se verían empujadas a pasar a una nueva etapa de reconstrucción del régimen político claramente sustentado en la aplicación de la ley. Sin subestimar los logros en la dimensión electoral de la democracia, ahora se trata de ajustar la forma del Estado y las instituciones a la nueva realidad creada, tanto por el curso objetivo de la lucha política y el desarrollo general de la sociedad mexicana, como por los cambios sociológicos y culturales que hoy imprimen un sello muy diferente a la propia noción de ciudadanía. Por ejemplo, no podemos seguir creyendo que México puede gobernarse sin pensar en las determinaciones impuestas por el atraso y la desigualdad, es decir, sin dar al concepto de ciudadanía una dimensión a la vez concreta y universal, acorde con las grandes líneas del mundo global, cuyas consecuencias apenas entrevemos al juzgar el TLC o las migraciones.
El TEPJF tiene, pues, una responsabilidad superior que no se limita, como se dice, a dirimir una disputa electoral común y corriente. Estamos ante una situación inédita, pues aunque existen antecedentes legales, ninguna otra elección se parece por sus resultados a la presidencial de 2006. Tal vez pedimos demasiado a los magistrados, pero son los únicos que hoy pueden sacar al país de la crisis. Recontar los votos no es una concesión, sino una prueba más de la fidelidad de los juristas a los principios del derecho. Y, si así lo determina, el TEPJF habrá dado un paso de enorme trascendencia para la consolidación de la democracia, tanto como en la propia evolución doctrinaria de nuestra legalidad.
Las visiones limitativas acerca del papel de las instituciones electorales, incluido el TEPJF, aspiran a que nada cambie, cuando la construcción democrática exige lo contrario y junto a la evolución jurídica reclama mayor sensibilidad de los magistrados para adaptarse a la realidad. Muy rápido se nos olvida que las instituciones democráticas también se hallan sujetas a un proceso de crecimiento y maduración, de modo que deben verse con respeto, pero sin concederles a priori una aureola mística, como si no fueran de este mundo. Justo porque queremos preservar las conquistas institucionales urge mantener ante ellas una actitud vigilante, a la vez crítica, informada y comedida. Saber quién ganó y luego hacer la declaratoria correspondiente es, debe ser, un acto de transparencia republicana despojado de toda sombra de duda.
Por ello resulta inadmisible el doble discurso de la derecha: por un lado asegura que aceptará sin chistar lo que diga el TEPJF; por otro, actúa como si ya Calderón fuera el presidente electo y en esa calidad se pavonea entre los grupos de poder, asumiéndose mandatario de facto, mucho antes que el órgano jurisdiccional resuelva en definitiva. No es un asunto menor, pues, además de exacerbar los ánimos de los otros, representa una burla para la República, ya que compromete el buen nombre de México entre países amigos y, sobre todo, destruye toda credibilidad de la autoridad judicial que tiene el tema en la mesa. Pero ésa ha sido, justamente, la estrategia montada para aislar a López Obrador, lo cual, dicho sea de paso, tampoco les ha servido. Pero es grave que se pretenda minimizar el valor de las impugnaciones presentadas por la coalición Por el Bien de Todos, como si fueran, si no ilegales cuando menos ilegítimas o desleales con "las instituciones" y las reglas del juego aceptadas.
La actuación de Felipe Calderón y sus aliados ha sido dejar que las cosas corran propagandísticamente como si el proceso electoral ya hubiera terminado para todo fin práctico. Como es público, la coalición, hasta hoy, se ha limitado a exigir que los votos se cuenten y por eso resulta una auténtica memez decir que López Obrador "pretende ganar en las calles lo que no pudieron ganar en la urnas". A la derecha le gustaría que nadie hablara del 2 de julio y sus resultados; que los reclamantes se quedaran en sus casas a esperar el fallo, mientras en la oscuridad los poderosos, ayudados por los medios, continúan tejiendo a la medida el traje presidencial de Calderón. No contentos con el daño infligido a la convivencia nacional durante la campaña, se regodean diciendo que López Obrador es "un peligro para México". En el fondo, tan celosos de la legalidad, a ellos no les hacen falta los 15 millones de ciudadanos que votaron por la coalición Por el Bien de Todos. Sencillamente no los ven, son fantasmas sin identidad. Para ellos, está probado, el pluralismo vale lo que cuesta la alianza con el "nuevo PRI", el querido viejo enemigo que hará posibles las reformas estructurales y, ¿por qué no?, los grandes negocios del sexenio, si finalmente accede el PAN a la Presidencia. Son ellos, paradójicamente, los que no entienden que el país ya no es el de 1988. Hoy es imposible gobernar pacíficamente sin legitimidad.
Ante tales maniobras es una tontería pedir a la coalición Por el Bien de Todos que se quede de brazos cruzados: el que calla otorga. López Obrador ha entendido que las semanas que vienen son decisivas y se debe mantener viva la cohesión, de modo que no se produzcan sorpresas en el camino. La fuerza de la coalición está en la gente que se ha volcado, como nunca en la historia, a respaldar su causa. De ella depende que la resistencia pacífica tenga éxito, pero ese objetivo exige evitar acciones incomprensibles, como los bloqueos contra la ciudad y su gobierno, que, lejos de estimular la imaginación y el deseo de participación, la costriñen a una pugna cotidiana con otros ciudadanos y desgastan a sus simpatizantes. Hoy más que nunca, insisto, es necesario pasar al recuento de los votos. No hay que distraerse
Ninguna otra solución apegada a derecho podría significar tanto para todos los mexicanos: no sólo garantizaría la paz social -que no es poca cosa-, sino que, además, las fuerzas políticas se verían empujadas a pasar a una nueva etapa de reconstrucción del régimen político claramente sustentado en la aplicación de la ley. Sin subestimar los logros en la dimensión electoral de la democracia, ahora se trata de ajustar la forma del Estado y las instituciones a la nueva realidad creada, tanto por el curso objetivo de la lucha política y el desarrollo general de la sociedad mexicana, como por los cambios sociológicos y culturales que hoy imprimen un sello muy diferente a la propia noción de ciudadanía. Por ejemplo, no podemos seguir creyendo que México puede gobernarse sin pensar en las determinaciones impuestas por el atraso y la desigualdad, es decir, sin dar al concepto de ciudadanía una dimensión a la vez concreta y universal, acorde con las grandes líneas del mundo global, cuyas consecuencias apenas entrevemos al juzgar el TLC o las migraciones.
El TEPJF tiene, pues, una responsabilidad superior que no se limita, como se dice, a dirimir una disputa electoral común y corriente. Estamos ante una situación inédita, pues aunque existen antecedentes legales, ninguna otra elección se parece por sus resultados a la presidencial de 2006. Tal vez pedimos demasiado a los magistrados, pero son los únicos que hoy pueden sacar al país de la crisis. Recontar los votos no es una concesión, sino una prueba más de la fidelidad de los juristas a los principios del derecho. Y, si así lo determina, el TEPJF habrá dado un paso de enorme trascendencia para la consolidación de la democracia, tanto como en la propia evolución doctrinaria de nuestra legalidad.
Las visiones limitativas acerca del papel de las instituciones electorales, incluido el TEPJF, aspiran a que nada cambie, cuando la construcción democrática exige lo contrario y junto a la evolución jurídica reclama mayor sensibilidad de los magistrados para adaptarse a la realidad. Muy rápido se nos olvida que las instituciones democráticas también se hallan sujetas a un proceso de crecimiento y maduración, de modo que deben verse con respeto, pero sin concederles a priori una aureola mística, como si no fueran de este mundo. Justo porque queremos preservar las conquistas institucionales urge mantener ante ellas una actitud vigilante, a la vez crítica, informada y comedida. Saber quién ganó y luego hacer la declaratoria correspondiente es, debe ser, un acto de transparencia republicana despojado de toda sombra de duda.
Por ello resulta inadmisible el doble discurso de la derecha: por un lado asegura que aceptará sin chistar lo que diga el TEPJF; por otro, actúa como si ya Calderón fuera el presidente electo y en esa calidad se pavonea entre los grupos de poder, asumiéndose mandatario de facto, mucho antes que el órgano jurisdiccional resuelva en definitiva. No es un asunto menor, pues, además de exacerbar los ánimos de los otros, representa una burla para la República, ya que compromete el buen nombre de México entre países amigos y, sobre todo, destruye toda credibilidad de la autoridad judicial que tiene el tema en la mesa. Pero ésa ha sido, justamente, la estrategia montada para aislar a López Obrador, lo cual, dicho sea de paso, tampoco les ha servido. Pero es grave que se pretenda minimizar el valor de las impugnaciones presentadas por la coalición Por el Bien de Todos, como si fueran, si no ilegales cuando menos ilegítimas o desleales con "las instituciones" y las reglas del juego aceptadas.
La actuación de Felipe Calderón y sus aliados ha sido dejar que las cosas corran propagandísticamente como si el proceso electoral ya hubiera terminado para todo fin práctico. Como es público, la coalición, hasta hoy, se ha limitado a exigir que los votos se cuenten y por eso resulta una auténtica memez decir que López Obrador "pretende ganar en las calles lo que no pudieron ganar en la urnas". A la derecha le gustaría que nadie hablara del 2 de julio y sus resultados; que los reclamantes se quedaran en sus casas a esperar el fallo, mientras en la oscuridad los poderosos, ayudados por los medios, continúan tejiendo a la medida el traje presidencial de Calderón. No contentos con el daño infligido a la convivencia nacional durante la campaña, se regodean diciendo que López Obrador es "un peligro para México". En el fondo, tan celosos de la legalidad, a ellos no les hacen falta los 15 millones de ciudadanos que votaron por la coalición Por el Bien de Todos. Sencillamente no los ven, son fantasmas sin identidad. Para ellos, está probado, el pluralismo vale lo que cuesta la alianza con el "nuevo PRI", el querido viejo enemigo que hará posibles las reformas estructurales y, ¿por qué no?, los grandes negocios del sexenio, si finalmente accede el PAN a la Presidencia. Son ellos, paradójicamente, los que no entienden que el país ya no es el de 1988. Hoy es imposible gobernar pacíficamente sin legitimidad.
Ante tales maniobras es una tontería pedir a la coalición Por el Bien de Todos que se quede de brazos cruzados: el que calla otorga. López Obrador ha entendido que las semanas que vienen son decisivas y se debe mantener viva la cohesión, de modo que no se produzcan sorpresas en el camino. La fuerza de la coalición está en la gente que se ha volcado, como nunca en la historia, a respaldar su causa. De ella depende que la resistencia pacífica tenga éxito, pero ese objetivo exige evitar acciones incomprensibles, como los bloqueos contra la ciudad y su gobierno, que, lejos de estimular la imaginación y el deseo de participación, la costriñen a una pugna cotidiana con otros ciudadanos y desgastan a sus simpatizantes. Hoy más que nunca, insisto, es necesario pasar al recuento de los votos. No hay que distraerse
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