México, D.F., 4 de agosto (apro).- La caída del régimen del apartheid en Sudáfrica estuvo precedida de un principio enraizado en la sociedad durante años entre la población negra: “Un hombre, un voto”.
El principio aplicó no sólo en la lucha contra ese régimen separatista, sino en todos los regímenes totalitarios o autoritarios. Ahora, en las propias democracias consolidadas la idea de que un voto hace la diferencia ha marcado recientes experiencias internacionales, como las de Italia, Alemania y Costa Rica.
Las diferencias han sido tan estrechas que en Italia y Costa Rica los votos se han tenido que contar de nuevo, mientras que en Alemania se ha debido formar un gobierno de coalición no por voluntad o concesión del partido ganador, sino porque la Constitución así lo establece.
En México, la mínima ventaja del 0.5% de los votos que le dio el IFE al candidato del PAN, Felipe Calderón, sobre Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Por el Bien de Todos, se ha querido vender bajo la idea de que, en democracia, se gana o se pierde incluso por un solo voto.
Lo que en principio parece indiscutible no deja de ser una verdad a medias en el caso de las elecciones presidenciales del pasado 2 de julio.
La otra parte de la verdad se encuentra en las condiciones en que se produjeron los votos. El miedo, la coacción y la interferencia de actores políticos y económicos ajenos a la contienda, condicionaron sin duda los resultados electorales.
No se puede saber a ciencia cierta, a pesar de que en su momento se pudo medir el impacto de la llamada propaganda negra, cuántos votos en contra de López Obrador y favor de Calderón se emitieron de esa manera.
Formalmente, las elecciones fueron libres y democráticas. El 2 de julio, la gente salió a votar con tranquilidad. Y por ese hecho, el Tribunal Federal del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) podrá calificarlas como legales, pues uno de los principios con que se rige ese órgano jurisdiccional es que todos los actos de la autoridad son legales.
Pero cuando el proceso electoral sea sometido a los principios establecidos en el artículo 41 de la Constitución para la celebración de las elecciones, la labor del Tribunal será más complicada.
La certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetivad en la actuación del Estado mexicano, señalado como los principios constitucionales para la realización de las elecciones, está en duda no sólo por la consabida actuación del Instituto Federal Electoral.
También lo está por la abierta intervención del presidente Vicente Fox, de la estructura de su gobierno y el apoyo de la cúpula empresarial. En esa medida, el voto libre y equitativo –que también son exigidos por la Constitución– está en duda.
El Tribunal no podrá desentenderse de esas acciones, como tampoco de las que incurrieron todos los partidos políticos.
Por eso, el proceso electoral no puede verse desde la perspectiva de víctimas y victimarios, pues es claro que la forma en que se desarrolló estuvo determinada por todos los actores políticos.
El proceso electoral tomó el rumbo que los actores políticos quisieron, empezando por las autoridades electorales y de gobierno. No cabe, por tanto, pedirle al TEPJF que depure lo que esos actores no hicieron.
Lo que sí es que le dé sentido al principio de que un voto hace la diferencia.
Para ello, es necesario que considere las exigencias de un sistema electoral que permita elecciones libres y auténticas, sin interferencias como las de Fox y los empresarios o la intensa campaña negativa contra López Obrador.
Es imprescindible que la resolución de los magistrados de la Sala Superior del Tribunal, al momento de calificar la elección, considere las condiciones en que se realizó todo el proceso.
Las irregularidades no sólo en las casillas que se revisen y, en su caso, se anulen, sino las ilegalidades ocurridas durante todo el proceso electoral, cometidas por cualquiera de los partidos contendientes y de todos los involucrados, deben ser tomadas en cuenta por los magistrados y esclarecidas ante la opinión pública.
Como consecuencia, si esas irregularidades e ilegalidades son graves, jurídicamente procede la anulación de la elección. Si en consideración del Tribunal no lo son, entonces es de esperar una resolución en la que se establezcan las responsabilidades y sanciones para quienes intervinieron de manera ilegal o cometieron esas irregularidades durante el proceso.
En esas condiciones, sólo hasta que se revise toda la elección podrá ser válido el argumento de que un voto hace la diferencia. Mientras tanto, no deja de ser demagogia.
Comentarios: jcarrasco@proceso.com.mx
El principio aplicó no sólo en la lucha contra ese régimen separatista, sino en todos los regímenes totalitarios o autoritarios. Ahora, en las propias democracias consolidadas la idea de que un voto hace la diferencia ha marcado recientes experiencias internacionales, como las de Italia, Alemania y Costa Rica.
Las diferencias han sido tan estrechas que en Italia y Costa Rica los votos se han tenido que contar de nuevo, mientras que en Alemania se ha debido formar un gobierno de coalición no por voluntad o concesión del partido ganador, sino porque la Constitución así lo establece.
En México, la mínima ventaja del 0.5% de los votos que le dio el IFE al candidato del PAN, Felipe Calderón, sobre Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Por el Bien de Todos, se ha querido vender bajo la idea de que, en democracia, se gana o se pierde incluso por un solo voto.
Lo que en principio parece indiscutible no deja de ser una verdad a medias en el caso de las elecciones presidenciales del pasado 2 de julio.
La otra parte de la verdad se encuentra en las condiciones en que se produjeron los votos. El miedo, la coacción y la interferencia de actores políticos y económicos ajenos a la contienda, condicionaron sin duda los resultados electorales.
No se puede saber a ciencia cierta, a pesar de que en su momento se pudo medir el impacto de la llamada propaganda negra, cuántos votos en contra de López Obrador y favor de Calderón se emitieron de esa manera.
Formalmente, las elecciones fueron libres y democráticas. El 2 de julio, la gente salió a votar con tranquilidad. Y por ese hecho, el Tribunal Federal del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) podrá calificarlas como legales, pues uno de los principios con que se rige ese órgano jurisdiccional es que todos los actos de la autoridad son legales.
Pero cuando el proceso electoral sea sometido a los principios establecidos en el artículo 41 de la Constitución para la celebración de las elecciones, la labor del Tribunal será más complicada.
La certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetivad en la actuación del Estado mexicano, señalado como los principios constitucionales para la realización de las elecciones, está en duda no sólo por la consabida actuación del Instituto Federal Electoral.
También lo está por la abierta intervención del presidente Vicente Fox, de la estructura de su gobierno y el apoyo de la cúpula empresarial. En esa medida, el voto libre y equitativo –que también son exigidos por la Constitución– está en duda.
El Tribunal no podrá desentenderse de esas acciones, como tampoco de las que incurrieron todos los partidos políticos.
Por eso, el proceso electoral no puede verse desde la perspectiva de víctimas y victimarios, pues es claro que la forma en que se desarrolló estuvo determinada por todos los actores políticos.
El proceso electoral tomó el rumbo que los actores políticos quisieron, empezando por las autoridades electorales y de gobierno. No cabe, por tanto, pedirle al TEPJF que depure lo que esos actores no hicieron.
Lo que sí es que le dé sentido al principio de que un voto hace la diferencia.
Para ello, es necesario que considere las exigencias de un sistema electoral que permita elecciones libres y auténticas, sin interferencias como las de Fox y los empresarios o la intensa campaña negativa contra López Obrador.
Es imprescindible que la resolución de los magistrados de la Sala Superior del Tribunal, al momento de calificar la elección, considere las condiciones en que se realizó todo el proceso.
Las irregularidades no sólo en las casillas que se revisen y, en su caso, se anulen, sino las ilegalidades ocurridas durante todo el proceso electoral, cometidas por cualquiera de los partidos contendientes y de todos los involucrados, deben ser tomadas en cuenta por los magistrados y esclarecidas ante la opinión pública.
Como consecuencia, si esas irregularidades e ilegalidades son graves, jurídicamente procede la anulación de la elección. Si en consideración del Tribunal no lo son, entonces es de esperar una resolución en la que se establezcan las responsabilidades y sanciones para quienes intervinieron de manera ilegal o cometieron esas irregularidades durante el proceso.
En esas condiciones, sólo hasta que se revise toda la elección podrá ser válido el argumento de que un voto hace la diferencia. Mientras tanto, no deja de ser demagogia.
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