Con sus llamados a combatir a los violentos, el candidato panista Felipe Calderón está convocando a la violencia. Al tratar de dividir al país entre los legales y los ilegales, los moños blancos y los tricolores, no hace otra cosa que ahondar la división política nacional y llevarla al terreno de las comunidades donde seguramente conviven o se cruzan a diario partidarios de López Obrador con los suyos. Sin que hasta la fecha se haya reportado de este cruce algún roce de significación.
Por su parte, los obispos católicos de México piden serenidad, tolerancia y moderación, pero al mismo tiempo convocan a "celebrar una intensa jornada de oración por la reconciliación, la concordia y la paz", invocando "la protección del Sagrado Corazón de Jesús... y la intercesión de Santa María de Guadalupe, reina de México, para que se mantenga la unidad de nuestro país" (Un llamado del episcopado mexicano, El Universal, 20/07/06, A23). Quizá, si antes de invocar al Santísimo la jerarquía de la Iglesia católica le hiciera al presidente Fox una amable sugerencia para que guardase silencio, se lograrían tan elevados propósitos, y el pueblo católico no se vería, como lo ha estado en los últimos tiempos, impelido a tomar partido por una paz que más bien parece ser el disfraz de una guerra que los pacifistas, vueltos a nacer en la disputa por la Presidencia de México, parecen querer cultivar como referencia simbólica que apoye sus prédicas facciosas. Pero en fin, los tambores vuelven a sonar y no nos queda sino esperar que de la guerra de los moños no pasemos a una donde sean las creencias las que iluminen el contacto con el más allá.
No ha habido la violencia con que nos quieren hacer famosos etnólogos de segunda y viajeros descuidados, pero el encono sube y la satanización de las diferencias pavimenta el camino para confrontaciones que, en efecto, pueden poner en riesgo lo logrado en materia de construcción democrática. Es precisamente por esto que el recurso inopinado de la violencia como horizonte no ayuda a alejarla del escenario actual; más bien, su uso y abuso distorsiona el conflicto y por ahí se nutre la ofuscación de los contendientes, y los menos pacientes claman por una solución total, instantánea, que nos saque del laberinto al costo que sea.
Los grupos dirigentes de las coaliciones en pugna por la Presidencia de la República llevan la mayor responsabilidad en este aspecto, y de aquí la validez de la exigencia de que tomen posiciones claras sobre el imperio de la ley y el rechazo al uso de la fuerza. Todo se puede explicar, sin duda, hasta el crimen mayor, pero no hay explicación que valga si al mismo tiempo se la quiere hacer pasar como justificación del hecho condenable para escabullir por ahí un no tajante al exceso o, de ser el caso, la violación de la ley. La agresión pueril a un vehículo custodiado por el Estado Mayor Presidencial no se compensa con la embestida del gobierno contra sus opositores, pero, a la vez, querer escudarse en un muy dudoso buen gusto para no rechazar sin más el atentado anónimo contra los carteles de los artistas en el centro de la ciudad de México, es llevar lo sibilino de la parroquia de aldea al diccionario universal de la infamia... y los diccionarios deben respetarse.
El aprendizaje sobre la dificultad democrática ha sido rápido e intenso, y lo que hoy debe buscarse es que su costo no sea demasiado elevado. No hay candados ni compras de futuros en este asunto, como lo sabe cualquier operador de bolsa, pero es claro que de las lecciones pueden derivarse conclusiones y prevenciones que diluyan las peores aristas del desenlace del conflicto.
Tal vez la primera lección que debamos repetir sin descanso es la que nos refiere a nuestra falta de destreza para aprender y no olvidar lo que toda democracia reclama para que sus delicados y siempre frágiles mecanismos no sean afectados seriamente en cada ronda de la confrontación, que es inherente al juego plural por el poder. Es decir, lo nocivo que puede ser una confianza excesiva en la rutina burocrática o, por otro lado, en las virtudes de la competencia como mecanismos para asegurar el buen funcionamiento de unas instituciones cuyo sostén es siempre el acuerdo y la confianza políticos.
Otra lección de este tiempo tiene que ver con la transitoriedad del poder que es consustancial al código democrático. No saberse esto de memoria lleva a imaginar toda batalla como la última, y a caer en la ilusión de que en cualquier circunstancia lo que importa es La Silla. A la vez, es crucial asumir la falibilidad de hipótesis, certezas, liderazgos y, por más que nos pese, instituciones, que en un momento dado hemos preferido ver como perfectas y siempre eficaces a pesar de que sus resultados dejen mucho que desear. Entre una y otra variable del cuadrante de la democracia tiene que estar el Estado, sin cuyo gobierno todo se pone en riesgo y la nave empieza a hacer agua.
En Estados Unidos solía decirse que su democracia era tan fuerte que podían darse el lujo de tener un presidente como Harry Truman. Luego, con el presidente Eisenhower, el dicho se enriqueció: la democracia americana es tan fuerte que puede darse el lujo de no tener presidente. Nosotros no podemos darnos ese lujo, aunque es probable que en estos años muchos lo pensaron.
Lo que está en cuestión, más bien, es lo contrario, si nuestro sistema político, lleno de instituciones, es tan sólido como para aguantar a un presidente que no repara en gastos ni daños, no conoce la generosidad del silencio y al que la prudencia política le es del todo ajena. No hay virtud teologal que lo haga reflexionar, pero su popularidad y poder siguen con él, para hacer de su curso final un frenesí de disrupciones que ponen en peligro la estabilidad del sistema que vaya a quedar después del chaparrón.
Otra lección: más allá de la fortaleza y transparencia de las instituciones electorales, puestas a prueba de modo atropellado a partir del 2 de julio, lo que está claro es que el país no puede marchar más por los rieles del régimen presidencial que nos heredó el reformismo tardío. Sin necesidad de recurrir a la costosa experiencia de la alternancia, es claro que esta democracia presidencialista no puede gestar gobiernos capaces de encauzar el conflicto y volver productiva la pluralidad de la cual emanan y deberían conducir.
Cambio de régimen puede sonar exótico frente al nudo electoral presente. Pero asumirlo como una necesidad nacional, de todos, podría permitirnos empezar a abrir territorios de encuentro y acuerdo, que hoy parecen abrumados cuando no cancelados por la disputa inmediata por el poder.
Los votos tienen que contarse bien para que cuenten, pero esto se hará de acuerdo a las decisiones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyas resoluciones son inapelables. Piedra miliar de nuestra democracia, obliga a todos los que quieren vivir en ella, sin excepciones. Pero este respeto primordial no se riñe, nunca lo ha hecho en democracia alguna, con la acción política destinada a erigir bajo su discurso cimientos sólidos de apoyo y simpatía popular. Hablar de violencia ante la movilización social o el reclamo de un procedimiento incluso extremo pero contemplado como posibilidad legítima por la Constitución, lleva a confundir los términos de la ecuación democrática.
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