En una conversación con campesinos, en la que se tocó el tema de los tiempos angustiosos que vivimos, sobre todo por la pobreza, por el desempleo, por la migración, decían que ellos no sufren la angustia del mañana, porque, a pesar de todo, tienen la tierra. Pero hay otros muchos campesinos sin tierra, más los desempleados, los pobres de las ciudades, los mal pagados, los que tienen que pedir limosna o emigrar, el mar de pobres de este país; ellos tienen la perenne angustia del mañana.
La cena con los campesinos fue como una meditación sobre los sentimientos de los pobres y sobre las causas de la situación que estamos viviendo, en la que México tiene que pensarse y comprenderse a sí mismo de un modo nuevo. El mundo está lleno de posibilidades, que son la dimensión del futuro. La angustia es la carencia de posibilidades, es decir, la carencia de futuro. En esa angustia está una porción inmensa de mexicanos: carecen de futuro.
Se recordó en esa cena el momento aquel en que Fox mochó el escudo nacional. Le mochó el nopal, el símbolo y la representación del campo, de los indígenas, de los campesinos, de los pobres. Y de las raíces del pueblo mexicano. Desde entonces, quedó claro que iba a gobernar, como lo hizo, sólo para los empresarios y las clases acomodadas, a costa de lo que fuera y de la corrupción que fuera necesaria. Los Bribiesca. Nunca fue presidente de México, sólo fue presidente de los ricos, igual que lo sería Felipe Calderón, inclusive más allá de todo orden jurídico, si fuera elegido. Ya lo demostró como miembro del gobierno. Los Zavala.
Lo que el PAN y Calderón han dejado claro es que seguirían con esa misma política, pero más autoritaria y represiva. Disponen de los medios de comunicación para imponernos, con una monótona propaganda repetitiva, su código de valores, moral, ético, jurídico e hipócritamente católico. Su realidad mal disimulada tiene tres pilares: el autoritarismo (manifiesto en las bravuconadas de Calderón), con todo y el miedo que produce, como apoyo del ideal panista; el poder como fuerza realizadora de sus ideales económicos exclusivos, y la vuelta a la gran disciplina -los presos de Atenco- para someter al pueblo y callar sus demandas. Y así terminaría el proceso de demolición de la identidad nacional -semiconstruida a lo largo de siglos-, para ponernos al servicio de los capitales, sobre todo de Estados Unidos. La frase hipócrita de las manos limpias. Eso es lo que ha hecho irrespirable la atmósfera de las campañas presidenciales.
El desgaste del poder es parte de esa atmósfera, que no ha conseguido -ni querido- realizar la tarea obligatoria y urgente de elevar la realidad del pueblo mayoritario. Ni siquiera tuvo el interés de resolver los problemas inmediatos, como la reconstrucción de las comunidades después de los desastres naturales. Reconstruyó las playas de los ricos y del turismo, no las viviendas de los pobres. Pero la minoría económica y políticamente poderosa, que además dispone de los medios de comunicación, nos impone un nuevo código de valores, cuyo culmen de perfección es el consumo. Lo que es indispensable entender en estos tiempos es la situación de disolución familiar, laboral, social, cultural y política, que han producido el neoliberalismo y nuestra dependencia de Estados Unidos cada vez más honda, más sumisa y más englobante.
En este contexto, no se valen las protestas populares. La respuesta es la represión. Atenco y el sindicato de los mineros, entre muchos casos, son testigos. Contra las protestas -interpretadas como desorden-, Calderón promete mano dura. Igual que Madrazo. Aunque los dos entienden cosas distintas cuando hablan de mano dura. No han comprendido a la nación como historia, como el lugar de la lucha por la libertad, como la ambigüedad de la existencia -inclusive ideológica y de clase-, que implica una confrontación permanente y libre. Si para algunos eso significa vulnerar el orden establecido, para otros es reivindicar sus derechos, como el derecho a manifestarse.
La nación es el quehacer de la libertad, que debe confrontarse con el bien y con el mal en los que está envuelta. Y eso no se remedia con el autoritarismo, con la represión, con la mano dura. Si se tiene que llegar a la mano dura es que no se ha sabido gobernar. Pasó en Atenco y sigue pasando con el sindicato minero.
Fox demostró, una vez más, que no sabe gobernar. Y Calderón le sigue los pasos hasta con los parientes incómodos. Pero lo que necesitamos en este momento es una transformación política, porque hay derechos humanos que anteceden a las decisiones de un determinado grupo, sobre todo cuando ese grupo hace descansar el orden social en una jerarquía de clases. Y más cuando esa clase se siente por arriba de los derechos fundamentales de todo el pueblo, como la libertad, la igualdad, el empleo, la remuneración adecuada para una vida digna, la vivienda, la educación.
Vivimos un período de ruptura de las instituciones tradicionales, en un intento de pasar de la política ordinaria a una política que tome seriamente al pueblo, más allá de las patrañas idealistas de ese aburrido espectáculo mediático que se llamó debate. Lo que importa es tocar el problema central de la nación, el modelo económico y la necesidad urgente de cambiarlo. Es el modelo que ha empobrecido a la mayoría de los mexicanos y ha concentrado la riqueza en los grupos privilegiados, que son los que exigen mano dura contra el pueblo que se levanta y que protesta. El gobierno de México es un gobierno para la clase privilegiada. Y eso está haciendo agua.
Se ha reducido la democracia al hecho de depositar un voto, después de un período de discursos más o menos sinceros y comúnmente ilusorios, que gritan unas personas llamadas candidatos. Eso, se dice, reivindica el derecho de los desfavorecidos a recibir los beneficios de la nación, que nunca reciben. El problema fundamental ha sido y sigue siendo garantizar a la población el acceso efectivo a la justicia legal, económica y distributiva.
Éste y otros gobiernos han despojado a los campesinos de sus tierras; a los trabajadores de sus empleos y de sus salarios justos; a los migrantes de su posibilidad de vivir en su patria y con los suyos; al pueblo, en general, de toda posibilidad de vida digna; a todos ellos, de sus posibilidades de futuro. Es la angustia en la que vive el pueblo
La cena con los campesinos fue como una meditación sobre los sentimientos de los pobres y sobre las causas de la situación que estamos viviendo, en la que México tiene que pensarse y comprenderse a sí mismo de un modo nuevo. El mundo está lleno de posibilidades, que son la dimensión del futuro. La angustia es la carencia de posibilidades, es decir, la carencia de futuro. En esa angustia está una porción inmensa de mexicanos: carecen de futuro.
Se recordó en esa cena el momento aquel en que Fox mochó el escudo nacional. Le mochó el nopal, el símbolo y la representación del campo, de los indígenas, de los campesinos, de los pobres. Y de las raíces del pueblo mexicano. Desde entonces, quedó claro que iba a gobernar, como lo hizo, sólo para los empresarios y las clases acomodadas, a costa de lo que fuera y de la corrupción que fuera necesaria. Los Bribiesca. Nunca fue presidente de México, sólo fue presidente de los ricos, igual que lo sería Felipe Calderón, inclusive más allá de todo orden jurídico, si fuera elegido. Ya lo demostró como miembro del gobierno. Los Zavala.
Lo que el PAN y Calderón han dejado claro es que seguirían con esa misma política, pero más autoritaria y represiva. Disponen de los medios de comunicación para imponernos, con una monótona propaganda repetitiva, su código de valores, moral, ético, jurídico e hipócritamente católico. Su realidad mal disimulada tiene tres pilares: el autoritarismo (manifiesto en las bravuconadas de Calderón), con todo y el miedo que produce, como apoyo del ideal panista; el poder como fuerza realizadora de sus ideales económicos exclusivos, y la vuelta a la gran disciplina -los presos de Atenco- para someter al pueblo y callar sus demandas. Y así terminaría el proceso de demolición de la identidad nacional -semiconstruida a lo largo de siglos-, para ponernos al servicio de los capitales, sobre todo de Estados Unidos. La frase hipócrita de las manos limpias. Eso es lo que ha hecho irrespirable la atmósfera de las campañas presidenciales.
El desgaste del poder es parte de esa atmósfera, que no ha conseguido -ni querido- realizar la tarea obligatoria y urgente de elevar la realidad del pueblo mayoritario. Ni siquiera tuvo el interés de resolver los problemas inmediatos, como la reconstrucción de las comunidades después de los desastres naturales. Reconstruyó las playas de los ricos y del turismo, no las viviendas de los pobres. Pero la minoría económica y políticamente poderosa, que además dispone de los medios de comunicación, nos impone un nuevo código de valores, cuyo culmen de perfección es el consumo. Lo que es indispensable entender en estos tiempos es la situación de disolución familiar, laboral, social, cultural y política, que han producido el neoliberalismo y nuestra dependencia de Estados Unidos cada vez más honda, más sumisa y más englobante.
En este contexto, no se valen las protestas populares. La respuesta es la represión. Atenco y el sindicato de los mineros, entre muchos casos, son testigos. Contra las protestas -interpretadas como desorden-, Calderón promete mano dura. Igual que Madrazo. Aunque los dos entienden cosas distintas cuando hablan de mano dura. No han comprendido a la nación como historia, como el lugar de la lucha por la libertad, como la ambigüedad de la existencia -inclusive ideológica y de clase-, que implica una confrontación permanente y libre. Si para algunos eso significa vulnerar el orden establecido, para otros es reivindicar sus derechos, como el derecho a manifestarse.
La nación es el quehacer de la libertad, que debe confrontarse con el bien y con el mal en los que está envuelta. Y eso no se remedia con el autoritarismo, con la represión, con la mano dura. Si se tiene que llegar a la mano dura es que no se ha sabido gobernar. Pasó en Atenco y sigue pasando con el sindicato minero.
Fox demostró, una vez más, que no sabe gobernar. Y Calderón le sigue los pasos hasta con los parientes incómodos. Pero lo que necesitamos en este momento es una transformación política, porque hay derechos humanos que anteceden a las decisiones de un determinado grupo, sobre todo cuando ese grupo hace descansar el orden social en una jerarquía de clases. Y más cuando esa clase se siente por arriba de los derechos fundamentales de todo el pueblo, como la libertad, la igualdad, el empleo, la remuneración adecuada para una vida digna, la vivienda, la educación.
Vivimos un período de ruptura de las instituciones tradicionales, en un intento de pasar de la política ordinaria a una política que tome seriamente al pueblo, más allá de las patrañas idealistas de ese aburrido espectáculo mediático que se llamó debate. Lo que importa es tocar el problema central de la nación, el modelo económico y la necesidad urgente de cambiarlo. Es el modelo que ha empobrecido a la mayoría de los mexicanos y ha concentrado la riqueza en los grupos privilegiados, que son los que exigen mano dura contra el pueblo que se levanta y que protesta. El gobierno de México es un gobierno para la clase privilegiada. Y eso está haciendo agua.
Se ha reducido la democracia al hecho de depositar un voto, después de un período de discursos más o menos sinceros y comúnmente ilusorios, que gritan unas personas llamadas candidatos. Eso, se dice, reivindica el derecho de los desfavorecidos a recibir los beneficios de la nación, que nunca reciben. El problema fundamental ha sido y sigue siendo garantizar a la población el acceso efectivo a la justicia legal, económica y distributiva.
Éste y otros gobiernos han despojado a los campesinos de sus tierras; a los trabajadores de sus empleos y de sus salarios justos; a los migrantes de su posibilidad de vivir en su patria y con los suyos; al pueblo, en general, de toda posibilidad de vida digna; a todos ellos, de sus posibilidades de futuro. Es la angustia en la que vive el pueblo
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